sábado, 19 de enero de 2013

CAPÍTULO 1: "Bala Perdida"




Caminando cien yardas dirección norte desde la estación Hachiko en pleno centro de Tokio, encontrarás el célebre paso de cebra de Shibuya, el cruce para peatones más transitado del mundo. Más de un millón de tokiotas trajeados lo atraviesan a diario, tornándolo en  un bullicioso hormiguero que se ha convertido con los años en una postal más de esta ciudad. Si eres otro gaijin de vacaciones a la caza de esa autofoto que mostrar como trofeo en alguna estúpida red social, Shibuya es una
apuesta segura; así que sonríe a la cámara, y el mundo entero sonreirá contigo. 
Aquí al extranjero occidental se le conoce como gaijin, y por lo general suele visitar este cruce en hora punta, cuando todas las tiendas están abiertas. Pero yo en tu lugar esperaría hasta caer el sol, pues es entonces cuando se aprecia la verdadera naturaleza de este lugar y sus disciplinados habitantes. 

Inevitable como la marea, cada noche una ordenada multitud se agolpa hasta el borde mismo de la acera para atravesar el paso de cebra de Shibuya. Míralos. Ahí los tienesbajo la luz parpadeante de inmensas pantallas de televisión, hombro con hombro, ignorándose entre si mientras aguardan indolentes a que cambie el semáforo; Y cuando esto ocurre al fin, una imparable avalancha humana asalta el amplio cebreado desde todas direcciones para concurrir justo en el centro y allí mezclarse, pasándose de largo con prodigiosa fluidez. Sin empujones ni contacto visual, los nipones se esquivarán entre ellos con el instinto de sincronía de los grandes bancos de peces que se cruzan en el océano. 

A estas horas, más de un millón de japoneses habrá cambiado de acera para dirigirse a destinos que solo a ellos conciernen. Ponlos por separado y tendrás otras tantas historias; Míralos en cambio desde el cielo, y solo verás un calidoscopio carente de sentido. Sin embargo por alguna razón, todos anhelamos algo que nos explique de qué va toda esta juerga. Algunos lo encuentran en la religión, otros en el sexo; yo tengo mi propio secreto , pero aún es pronto para confesiones. 
Así que mientras esperas la luz verde junto a los demás japos en el cruce de Shibuya, puede que tú también busques respuestas entre los cogotes de la multitud y te preguntes qué diablos te hace a ti diferente a todos ellos.

Mi difunto tío Frank sostenía que todos nacemos con un talento escondido; Ese don especial que nos hace únicos e irrepetibles como las manchas salpicadas en la piel de un jaguar. Desde el bluesman que suda al piano en Harlem, hasta ese vagabundo asqueroso que rebusca monedas junto al parquímetro, todos poseen el suyo. Por desgracia la gran mayoría no dará con él en toda su vida y esa singularidad se perderá para siempre, como un boleto premiado en el bolsillo de un cadáver. Por eso cuando una fría mañana de hace veinte años, el de mi tío Frank amaneció flotando en el Tennesse con un balazo en la nuca, todos pensamos que acaso su talento oculto no fuera apostar a los caballos, como sin duda él debió creer.

Lo cierto es que hasta el día de hoy, me guste o no, el único don que he tenido en la vida ha sido simplemente, mentir. Si, has oído bien; puedo hacerlo en cualquier lugar y circunstancia, incluso mirando a la cara de alguien con lágrimas en mis ojos, y lo que es aún peor, podría estar haciéndolo ahora mismo.
Que; ¿a que ya te parezco un mal tipo? …Shhh. No contestes aún.

Apuesto a que lo has oído antes, acaso en boca de un juez o un abogado, pero, ¿Te has parado a pensar alguna vez qué hay tras ese intocable principio que dicta que “Todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”? …Nunca llegarás a ver el fondo del pozo de inmundicia en que se hunden esas nueve palabras. Y sin embargo, ahí está la clave; Pues la buena y vieja mentira, es precisamente el adhesivo que aún mantiene unido ese jarrón que todos rompimos hace tiempo; Aquel que pegamos a escondidas, con la esperanza de eludir el castigo que nos merecíamos. Y si lo piensas fríamente, bien podría ser que en realidad ninguno de nosotros fuera inocente;  Ni siquiera tú. 
Y eso da que pensar ¿no es cierto?
Por mi parte, me quedo con otro principio que no viene en ningún libro de abogacía que haya leído en toda mi carrera y acaso el único que encierra en sí mismo alguna verdad; Aquel que afirma que Todo hombre tiene un precio; Y no hay día más importante en tu vida que aquel en el que descubres cual es el tuyo.

Mi nombre es Douglas Johnson Parker. El verdadero, quiero decir. No importa lo que hayas oído por ahí; “Dallas” Parker es tan solo un apodo del que no logré desprenderme a tiempo. Y no es que lo lamente, pues siempre odié mi nombre real. Oí que mi madre lo tomó prestado de un actor por quien suspiraba, y mi “apellido” del candidato al que votó la única vez que pudo hacerlo. El de mi auténtico padre jamás lo supo, lo cual tampoco decía gran cosa en su favor. Aún diré en defensa de aquella mujer a quien nunca conocí, que lo mío fue puro accidente. De hecho, lo fue tanto que no sobrevivió al parto. Pudo atropellarla un camión al salir del tugurio donde trabajó de camarera, pero en lugar de eso, me tuvo a mí.  Yo fui su accidente.

La vida está llena de ellos, ¿sabes? Hace cuatro años un tal Paul Dufresne de Nueva York, se achicharró como una polilla en el baño de su hotel de Akibahara cerca de aquí, cuando en plena borrachera trató de encajar una maquinilla de afeitar americana en un condenado enchufe japonés. Hace exactamente ese tiempo, yo era uno de los pasantes más prometedores en el bufete de abogados Bronson & Brothers, en Detroit, al otro lado del charco. Un buen día al descolgar el teléfono, mis antiguos jefes descubrieron con espanto que necesitaban de inmediato otro exiliado que atendiera sus litigios en Japón sustituyendo al pobre y chamuscado Paul. 

La oferta fue saltando de despacho en despacho, como una patata caliente. Ninguno de los letrados que estaban en la lista la consideró siquiera; y no les culpo. Decidirte en una sola tarde a pasar los próximos años de tu vida en un país extranjero sin conocer siquiera su maldito idioma, es algo que requiere carácter o desesperación; Y créeme, yo tenía ambos. 
Tenía mis motivos para odiar el viejo Detroit hasta la médula, y pese al desdén solapado de algunos de mis colegas veteranos, era el mejor detectando los pequeños jodidos detalles; Si, esas minucias intrascendentes que los caballeros de la placa descuidan a menudo en su ingrata cruzada; Y es que veces, un apellido polaco mal redactado en un expediente puede ser la diferencia entre un taxi o diez años a la sombra. Así que mis jefes tuvieron suerte con el último nombre en la lista, y el bueno de “Dallas” Parker, acabó aquí, en Japón. 
Ser descubierto por mis actuales clientes fue solo cuestión de tiempo y contactos. Así que bien podría decirse, que también llegué a esta isla de forma accidental.

...Y ahora discúlpame si no te atiendo como debiera, pero es que justo en este momento ando algo ocupado. Pues dentro de un instante, un mágico sonido obrará el precioso milagro de que por tres escasos minutos, mi “accidental” existencia tenga al fin un significado, un sentido; En concreto, el de evitar que el bastardo que tengo enfrente en el cuadrilátero, me arranque la cabeza de un derechazo.


¡¡DING!!

Apenas la campana del ring resuena en mis oidos iniciando el cuarto asalto, un traicionero gancho de izquierda me acierta en pleno rostro haciéndome rebotar contra las cuerdas hasta casi perder pie. Siempre olvido que este patán de ojos rasgados es zurdo.
El sudoroso joven que tengo frente a mí con calzón rojo y protector a juego, se llama Taro, y es una mole de noventa y tres kilos, descargador en el muelle de Tsukiji, fuerte como un buey y notablemente alto para un japo. Podría aspirar a luchador de sumo si quisiera, pero a falta de humildad y disciplina, le sobra querencia por el dinero fácil. Mala combinación para un sumotori.

Lo que más adoro de él, es que cuanto más fuerte le atizo, más amplia es su sonrisa bajo el protector y más reverencias me dedicará al acabar el combate. Pero no creas que el risueño hijo de perra no se emplea a fondo. Sabe de sobra que me percataría de su juego, y eso frustraría sus verdaderas intenciones. No sufráis por él; Este es un juego en el que todos ganan; sobre todo su dentista.
Un pasatiempo de caballeros que me aporta mi dosis semanal de contusiones y daño cerebral irreversible, y el no menos exclusivo lujo de poder molerle la cara a alguien sin sentirme culpable en absoluto. 

Respuestas. Otros se tumbarán en divanes o abarrotarán iglesias para encontrarlas, pero yo no; Te revelaré al fin el único y verdadero secreto:  Golpea

Pega con toda tu rabia; deja que la adrenalina fluya arrastrando con ella el  lastre del miedo y la conciencia, para arrastrarte a ese lugar donde el futuro solo alcanza hasta el siguiente latido; El único del mundo donde merece la pena estar. Por desgracia, esta magia solo dura tres minutos. Y el reloj del gimnasio me recuerda que debo acabar la fiesta y largarme a toda prisa. Porque en esta ciudad como en todas, el dinero nunca duerme. 

Amago de nuevo en zig-zag y lanzo una doble finta, solo para desconcertar a mi sparring, que muerde el anzuelo. Es ahora cuando un aniquilador gancho ascendente hace que el protector bucal del japonés salga despedido, para aterrizar sobre el periódico del adormecido chico de mantenimiento. Este se incorpora nervioso, y se apresura a ofrecernos sendas toallas limpias con una reverencia. 

El combate ha terminado por hoy. Ayudo al mareado Taro a levantarse de la lona donde mi último puñetazo le ha enviado, para encontrarme como siempre, con su sonrisa y sus felicitaciones de rigor.
-         “...Excelente combate, sensei. ¿Nos veremos en cinco minutos, Dallas-san?”
-         “...Claro Taro-san, después cenaremos algo rápido. Esta noche tengo un compromiso ineludible.”
Cruzamos la sala camino de los vestuarios. Mientras, a mi espalda, un par de púgiles nipones de aspecto famélico se afanan atizándole al saco pesado. Míralos; Como si les fuera la maldita vida en ello. Si hay algo que podría admirar de los japos, es que se emplean a fondo en todo cuanto hacen, desde lo más importante a lo más trivial. Les da igual que se trate de pilotar un Boeing o vender bocadillos en un puesto callejero, jamás encontrarás personal tan entregado y eficiente como los malditos japos. Así que si te descuidas, estos tipos te harán quedar mal. Nunca hay que bajar la guardia con ellos.

El antro donde mi sparring y yo nos hemos sacudido a conciencia, se llama Fukasaku Gym, y es el club de boxeo más piojoso del barrio con peor reputación de la ciudad; Bienvenido al distrito de Kabukicho: Salones de masajes, Strip-Clubs, y bares de camareras sin bragas. Si te van las emociones fuertes vienes al sitio adecuado, pero antes de entrar, asegúrate de poder salir.

El Fukasaku es un club pugilístico de tercera, frecuentado por la yakuza, en el que tengo el dudoso honor de ser el único miembro occidental. Te preguntarás qué diablos hace un gaijin rubio de Detroit, como yo, en un antro para espaldas tatuadas. Y seguro que muchos de estos patanes se hacen cada día la misma pregunta, pero se cuidan mucho de formularla. Todos me conocen y respetan, porque saben bien para quien trabajo y lo que ello significa. Al igual que lo sabe, claro está, mi tenaz contrincante asiático. 
Supongo que también querrás saber por qué un tipo de su envergadura se siente tan feliz de ser mi saco de boxeo cada semana sin recibir a cambio un solo yen. El bueno de Taro es lo que en la jerga del hampa, llaman un shimpiya; un criminal de poca monta aspirante a yakuza. Lleva semanas rogándome que les hable bien de él a mis jefes, por eso es tan amable conmigo.

Al entrar en los vestuarios observo de reojo en los lavatorios, a varios corpulentos yakuzas completamente desnudos, sentados en pequeños taburetes de madera mientras varios jovencitos aún imberbes, enjabonan amorosamente sus espaldas tatuadas. 
En cualquier otro lugar del mundo la escena tendría un oscuro matiz sexual, pero no aquí; Los mozalbetes son genuinos aspirantes a yakuza recibiendo su primer aprendizaje. Durante largos meses, se limitarán a atender a sus superiores en las tareas más ingratas como obedientes lameculos. Inclinándose a cada gesto con una reverencia, pidiendo permiso para hablar, disculpándose constantemente por su supuesta torpeza y durmiendo en un simple jergón. Solo cuando hayan demostrado su disciplina y humildad, tendrán la oportunidad de ser admitidos. Pero mi buen amigo Taro no está interesado para nada en cumplir con esta mierda de ritual; Quiere saltarse los preliminares y meter la mano a fondo bajo la falda, por eso es tan amable conmigo. Tiene prisa en llegar a su destino, y yo tengo justamente lo que él  necesita. Y lo que necesito yo ahora, es una buena ducha.

El agua caliente resbala sobre mi pecho, relajándome. Me siento bien. Siempre es así después de un buen entrenamiento. Acabo de secarme y me contemplo un segundo de más en el espejo; Recuerdo que en Stanford tuve una novia que me dijo que le recordaba a Steve McQueen en un mal día. Claro que, bien pensado, aquella chica no sabía distinguir un bate de una raqueta.
Despeino mi cabello con los dedos y me afeito para la fiesta: Mi superior ofrecerá una recepción de gala esta noche, para celebrar la adhesión a la empresa de cierta entidad bancaria. Por supuesto allí acudirá la crema de la sociedad nipona, así que aplico crema hidratante Clinique sobre mi mentón rasurado y deslizo mi metro ochenta en un smoking de ocho mil dólares. No, diría que ser Dallas Parker no es tan mal negocio, especialmente si aspiras a ganar más de un millón limpio al año. Al menos, tan limpio como pueda estarlo trabajando para quien trabajo.

Abandono los vestuarios mientras me abrocho la camisa del smoking, con la pajarita asomando del bolsillo de la chaqueta. Tal como suponía, mi sparring ya me espera en la puerta, impaciente como un pequinés que aguarda que lo saquen. Tras alabar obsequiosamente la elegancia de mi atuendo, se ofrece a llevarme la bolsa de deportes. “...Mis jefes ofrecen una fiesta elegante esta noche, Taro-san”, explico al joven púgil, que me sigue de cerca mientras salimos del gimnasio para sumergirnos en una de las humeantes callejas del Kabukicho, atestada de viandantes. Aquí afuera, el calor y la humedad hacen que cueste respirar.

El atardecer toca a su fin y el olor a fritura impregna el aire como el incienso en una iglesia. La estrecha calleja está abarrotada de ruidosos comercios yakitori de comida rápida, cada uno con un caballete iluminado mostrando el menú en la puerta. La gente, en su mayoría de clase humilde, cena sentada al aire libre en taburetes dispuestos alrededor de pequeñas mesas bajas alumbradas por inconfundibles farolillos de papel, siempre con polillas revoloteando.
En cada puerta un sonriente camarero, te invita a sentarte. Tenemos prisa, así que escojo uno al azar, y pido yakitori y cerveza para dos, mientras prendo un cigarrillo. El humo del tabaco mezclado con el de la fritanga asiática, asciende hacia un estrecho trozo de cielo cobrizo entre una telaraña de cables y condensadores eléctricos.
Por un instante miro las nubes y pierdo la noción de dónde diablos estoy. Me ocurre a veces cuando estoy agotado. Si cierro los ojos ahora, por el olor a carne asada, podría estar en alguna de aquellas ferias de ganado a las que asistía de niño con mi tío Frank en Tennessee, solo para poder comer de gorra y con suerte, pillar cacho. Súbitamente pasa zumbando sobre nosotros un tren elevado, ocultando por un instante el paisaje de anuncios y rótulos de neón, y vuelvo de golpe a la realidad.
Al girarme, me percato de que Taro acecha con evidente interés mi encendedor Zippo de plata. “¿...Quieres verlo más de cerca?” -le pregunto-, mientras se lo arrojo y lo atrapa en el aire. El japonés lo examina con curiosidad; se fija en la inscripción grabada en el dorso. “¿Qué quiere decir, sensei?” pregunta, mientras me lo devuelve. “...Bala Perdida” -respondo sin mirarle- “...Está escrito en español; fue un regalo de una novia mejicana que tuve en la universidad de Stanford. Ella siempre me llamaba así, no preguntes por qué”.

Al salir del yakitori, montamos en mi coche y abandonamos el Kabukicho para dirigirnos a las carreteras de las colinas en las afueras de la ciudad. Como siempre, debo insistir para que acepte que le acerque hasta su casa, situada en uno de los barrios más apartados del extrarradio, de camino a la recepción. Pero no tengo que insistir mucho; A mi alegre sparring le fascina mi coche desde la primera vez que lo vio; y aprovecha cada ocasión para recrearse en cada detalle del salpicadero y la tapicería de cuero rojo.
-¿...Qué modelo dices que es este, sensei? Parece de una película antigua de yakuzas. ¿Dónde podría conseguirme uno?
- ...Me temo, Taro-san, que no podrías aunque pudieras pagar lo mucho que cuesta; sólo quedan siete en el mundo, y seis están en América. -contesto sonriendo mientras prendo otro pitillo-. "..Este es un Cadillac Sedán convertible de 1953, con el motor trucado; No es un artículo fácil de encontrar, siquiera para un buen coleccionista; aunque soñar es gratis" -añado con un guiño-
- ¿...Qué quiere decir “convertible”, Dallas-san?
Pulso un botón en el salpicadero, y disfruto de la expresión de asombro de mi acompañante, mientras la capota se descorre hacia atrás con un zumbido. Los convertibles estaban de moda en los cincuenta, y debo admitir que me vuelven loco. Adoro este coche y hubiera pagado por él el doble de lo que costó. Algunos viandantes se quedan mirando mientras atravesamos bajo varios pasos elevados y cruzamos acelerando un polígono industrial desierto, camino de las colinas. El viento hace que Taro se coloque sus gafas de sol para resguardarse.
-“¿Gafas ahumadas en plena noche? Vaya, veo que ya te sientes un autentico yakuza, ¿no es así?”
Mi sparring celebra mi ocurrencia, mientras, involuntariamente, su mano  se engancha con algo semienterrado en el asiento, y, con una sonrisa cómplice, lo levanta y extiende ante sus ojos con ambas manos, como si examinara un murciélago. Es un sujetador de encaje negro, olvidado por una pasajera anterior, la semana pasada.
-         ... Una amiga especial, sensei? -pregunta en tono de camaradería, mientras con cómicos gestos, alude a la talla de la prenda- ...Su propietaria debe echarlo de menos, Dallas-san.
-         ..Su propietaria jamás lo recuperará, me temo. Rompí su teléfono tan pronto como bajó, y como no soy fetichista, puedes elegir entre tirarlo o quedártelo.

El jovenzuelo lo lanza hacia atrás con una risotada, y el sostén se pierde en la oscuridad mientras ascendemos por las colinas del extrarradio. Poco a poco, el tráfico denso de la metrópoli va quedando atrás. Desde aquí alcanzo a ver la enorme autopista de ocho carriles a lo lejos, como una sinuosa arteria brillante. Las luces rojas de posición en las esquinas de los rascacielos se apagan y se encienden sincronizadas, como un árbol de navidad que alguien olvidara desconectar.
Es curioso. A veces, el pasado es como uno de esos juegos en los que tienes que explicar algo a alguien, sin mencionar una palabra tabú. Y si dices esa maldita palabra, pierdes la partida.
Navidad.
Estoy en Tennessee, veinte años atrás, durante el que será mi último combate como amateur. El escaso público, llegado directamente desde Nueva Zelanda, jalea sin cesar al enorme aspirante australiano, mientras yo encajo golpe tras golpe, luchando contra un muro de hormigón, incapaz de conectar un solo golpe. 
El palurdo pelirrojo se ríe de mí. Los tres primeros asaltos han sido mi purgatorio y lo sabe. Es en el cuarto, cuando al fin me hago consciente de que ya he tenido todo el miedo del que soy capaz. Simplemente, descubro atónito que  no puedo sentir más pánico del que ya tengo. Justo entonces, algo peligroso empieza a fraguarse dentro de mí, y decido saltar del purgatorio al siguiente nivel del videojuego. Al fin del quinto gong, el maldito canguro yace tendido a mis pies con el rostro ensangrentado, y por primera vez en mi vida sé con certeza que nada ni nadie en el mundo me podrían detener. Si nunca has sentido algo parecido en tu vida, no puedes saber de qué diablos te hablo.

Por un instante, vibro al volante del Cádillac al revivir el momento de mayor gloria de mi vida. Una gloria acaso efímera y pueril para la mayoría. Pero a cuya sombra intento acercarme en cada combate con el perdedor que ocupa ahora el asiento del copiloto, que me mira sin entender por qué diablos sonrío a la oscura carretera. Por desgracia, nada de lo que he hecho desde entonces, ha estado jamás a la altura de mis recuerdos.

Justo tras aquel último combate, Sally se empeñó en ir a celebrarlo a la ciudad; Se subió a mis hombros como un chimpancé, y me dijo entre risas, que estaba demasiado groggy para conducir o para negarme. Sally era mi chica en aquellos tiempos; La hija rebelde del rabino, ¿puedes creerlo? Era conocida en todo el pueblo. Rubia y hermosa como solo lo son las mujeres de los demás. Supongo que si alguna vez tuve suerte, debí gastarla la noche en que la conocí.

Veinte años después, me pregunto que habría cambiado si aquella noche no hubiese subido a aquel Volkswagen blanco. Y pienso que tal vez ahora no sería abogado, ni conduciría este Cádillac, que ya por entonces era una reliquia. Accidentes. La historia de mi vida.

Piso a fondo el acelerador, y mi sorprendido sparring se hunde de golpe en el respaldo de su asiento, mientras la aguja indicadora se tumba a la derecha, empujada por doscientos caballos de motor trucado. Un  bronco rugido de pistones robado a un Porsche Carrera, nos impulsa hacia delante por la carretera desierta. Instintivamente, el imberbe aspirante a matón, se aferra al asiento y a la puerta, y me mira intentando sonreír, tratando de adivinar por mi mirada cual es mi juego, sin atreverse a preguntarlo. 

Pobre estúpido. La juventud es un mal que se cura con el tiempo, por desgracia, este se les acaba a unos antes que a otros. Cuando eres joven, te resulta inconcebible que el hecho de que tu propio mundo se termine, no afecte en lo más mínimo a las vidas de los demás. Un supuesto sabio dijo una vez; “Si yo muero, el mundo entero muere conmigo”; No lo creas ni por un segundo; el mundo seguirá exactamente igual, aunque tú no estés en él. Pero yo, aquella noche de hace veinte años, con el volante incrustado un palmo en mis tripas y la pelvis destrozada, sin motivo alguno, decidí seguir. En cambio mi chica, tumbada en aquella sucia cuneta a dos metros de mí, con sus ojos azules abiertos bajo un anuncio con un sonriente Santa Claus, prefirió largarse sin pagar la cuenta.


Cuando desperté del coma en el hospital, hacía mucho que la maldita navidad había terminado, y que ni los médicos, ni mi tío Frank, daban un solo centavo por mí. Y nadie en Plumtree volvió a darlo jamás después de lo que pasó. Todos me culparon por la muerte de Sally. Cuando un año después, salí al fin de la rehabilitación, sabiendo que mis días como boxeador habían acabado, conseguir la beca para Stanford se convirtió en la única vía para escapar de aquel condenado lugar.

El Cádillac acelera cada vez más por la estrecha vía de dos carriles, mientras las luces de la ciudad se pierden definitivamente tras las colinas. En cada curva, las ruedas besan el borde del oscuro abismo, más allá de la temeridad. Algunos coches aislados pasan junto a nosotros, rozándonos, como una violenta exhalación. A mi lado, un confuso Taro, se ajusta sus gafas de sol con manos trémulas, y empieza a ponerse nervioso de verdad. Sobre todo cuando aparto por completo los ojos de la carretera, a más de doscientos por hora, para volverme hacia él, y preguntarle si no le asustará un poco de velocidad. Por supuesto responde que no.

El pobre diablo aún debe creer que se trata de algún tipo de prueba de hombría entre mafiosos o algo así. De pronto, su súbita expresión de espanto me hace volver los ojos a la calzada y, con un brusco volantazo, eludo en el último segundo un camión tráiler salido de la nada, que pasa rozando la carrocería del Cádillac, haciendo saltar el retrovisor. En medio del estruendo de la bocina, que hace brincar a mi acompañante en su asiento, Taro pierde para siempre sus gafas de sol. Estallo en una carcajada; Solo por ver su jodida cara, casi ha merecido la pena perder el espejo. Mi copiloto se apresura a abrochar su cinturón de seguridad, solo para descubrir aterrado que no funciona.
-         ...Oh, mierda, olvide mencionarlo -comento a gritos, mientras sigo acelerando- ...Es lo que pasa cuando el coche que conduces tiene más años que tú, ¿eh? Nada funciona. Por cierto, Taro-san, ¿tienes novia o algo parecido?
El joven, aturdido, responde afirmando vivamente con la cabeza.
-         ...Yo también tuve una hace tiempo, ¿sabes? y me encantaba llevarla a la ciudad... Dime, Taro-san, ¿Irás a verla esta noche? ¿La llevarás a algún club de Shibuya a bailar?
En medio del estruendo del motor, el mozalbete está tan aterrado, que no acierta siquiera a asentir o negar con la cabeza, solo tiene ojos para la aguja indicadora, que justo ahora acaba de llegar al límite.
-         ... Hay un viejo dicho por aquí, amigo mío; “...Si quieres ser un jodido Yakuza, mejor no hagas planes para pasado mañana”

Justo entonces, piso el freno con furia, y el Cadillac derrapa hacia la derecha por casi veinte metros, hasta detenerse por completo, en mitad de una densa nube de humo y olor a caucho quemado. Taro salta del coche para vomitar la cena, a gatas sobre el asfalto. Su bolsa de deporte le golpea en la espalda cuando se la lanzo desde el coche, mientras intento de veras parar de reír.
-         ...Dime, compañero -le pregunto entre risas- ¿Aún sigues interesado en que les hable de ti a mis jefes?...
Pero algo me dice que mi joven amigo tiene una opinión bien distinta ahora, a juzgar por su expresión desencajada y el tono verdoso que tiñe su rostro. Aprieto de nuevo el acelerador, mientras por el espejo entre el polvo de la carretera, aún alcanzo a ver por última vez al corpulento Taro sentado en el suelo, sollozando como un niño.
Lástima
Me costará encontrar otro sparring. 


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