CAPITULO 2: “Fantasmas y desconocidos”
El otoño y su viejo aliado el viento del oeste habían destacado una avanzadilla en el sereno paisaje del Parque Ueno, vistiendo sus aceras con un manto dorado, para deleite de turistas y paseantes. Una hojarasca que obligaría una vez más a los abnegados funcionarios del parque de limpieza, a hacer horas extra cada atardecer. Pero por descontado, nadie emitiría una sola queja. El trabajo abnegado y a menudo sin recompensa
era una tácita directriz que cada nipón había asumido sin reservas antes de olvidar el sabor de la leche materna.
era una tácita directriz que cada nipón había asumido sin reservas antes de olvidar el sabor de la leche materna.
Eran aún las siete y media. Como de costumbre en aquella estación, la noche se había deslizado sigilosa sin avisar de su prematura llegada, y un fulgor ambarino legado de la contaminación, gravitaba sobre el duro paisaje de fábricas y chimeneas.
Asomado a la ventana de su despacho, a ochenta pisos sobre la estación de Ueno, Kenshiro Nakashima dudaba entre apurar o no un último cigarrillo antes de marcharse.No era extraño que oficinistas y directivos hiciesen horas de más de forma voluntaria, pero este en particular, tenía, a simple vista, demasiada clase para ser un mero empleado.
Sobre la amplia mesa de su oscuro despacho, se acumulaban los reconocimientos que habían ido llegando durante todo el día. Tarjetas de felicitación, exquisitos relojes dedicados, estilográficas exclusivas, y obsequios variopintos llegados de todas partes del mundo. Era evidente que aquella había sido una jornada de celebración.
“Toda una vida entregada sin una queja a mi país y mi emperador” -pensaba- Era el suyo un trabajo duro e ingrato a veces, abocado al ostracismo por aquellos que a pesar suyo, tanto les necesitaban. Y por supuesto, un trabajo sucio, casi siempre.
“Toda una vida entregada sin una queja a mi país y mi emperador” -pensaba- Era el suyo un trabajo duro e ingrato a veces, abocado al ostracismo por aquellos que a pesar suyo, tanto les necesitaban. Y por supuesto, un trabajo sucio, casi siempre.
Porque Kenshiro Nakashima era un yakuza.
Aquel hombre pequeño y delgado de cabello plateado, era el amo absoluto de la mayoría de casinos y burdeles de la ciudad. Dirigía con mano de hierro el contrabando de drogas que entraba y salía de Tokio; Kenshiro sabía bien que la yakuza era tan vital para el equilibrio financiero japonés como el mismísimo yen. Y el clan Nakashima era uno de los grupos más poderosos de todo Japón. Englobaba y dominaba a otras veinte familias.
Como el actor de algún viejo filme en blanco y negro, el maduro oyabún se recreaba en su propio gesto al encender el cigarrillo y exhalar el humo, mientras veía encenderse a lo lejos, los focos de los cabarets de Ginza, al otro lado de la ciudad. Potentes cañones de luz, que, elevándose hasta el infinito, barrían lentamente con su estela, el podrido cielo de la ciudad, resbalando por la brumosa orografía de las nubes. Tal vez por el lapso de un parpadeo, la imagen provocó en su memoria un eco inesperado.
Un deja vu.
Por un instante, el reflejo de su tez ajada en el cristal, se transmutó en un rostro aún imberbe y tiznado, que contemplaba con hombros encogidos el ir y venir de los focos antiaéreos, durante la guerra, tantos, tantos años atrás. Aquellos cíclopes vigías, que escudriñaban el cielo de Tokio al caer la noche. Ese terror cotidiano compartido con extraños sin rostro, en cualquier oscuro sótano, cuando aullaban las sirenas y reinaba el caos. Las montañas de cuerpos que su madre se esforzaba inútilmente en que no viera, tapando sus ojos con sus manos delicadas, prematuramente envejecidas. El hedor de la muerte, que impregnaba cada rincón de Tokio al amanecer.
A Kenshiro le inquietaba como la inminente vejez, hacía acudir con frecuencia a su retina, fragmentos perdidos de su niñez. Imágenes extraviadas que resurgían de pronto, en los momentos más inoportunos, con la nitidez inmisericorde de una fotografía digital.
Mientras aspiraba la última bocanada, pensó por un instante en el conjunto de su larga vida, intentando atisbar algo parecido a una imagen completa. Consideró los cientos de ocasiones en las que aquella vida pudo haber concluido abruptamente, sin un fin digno, sin un propósito. Una muerte absurda fruto del azar. Igual que había visto ocurrir a otros en tantas ocasiones. ¿Habría tenido alguna importancia de haber sucedido?
Pensó en los centenares de alientos que había arrebatado; En esas personas a las que abatió con sus propias manos, cuando era más joven y exaltado, en aquellas otras a las que mandó eliminar, a menudo sin haberlas visto jamás. Sin poder recordar siquiera sus caras o sus nombres. Pensó que si realmente hubiera otra vida, como algunos aseguraban, más allá de la última sombra, acaso no podría siquiera reconocerlas. Ni ellas a él. Fantasmas y desconocidos en un baile sin fin. Pero, ¿acaso no lo eran todos? Fantasmas en una ciudad de treinta y cinco millones de habitantes. En un contexto así, -se preguntó- ¿qué importaba una vida más o menos?
En el exterior, la llegada del crepúsculo propiciaba en Tokio una metamorfosis urbana, travistiendo fríos edificios de acero y cristal, con un foulard de lentejuelas de neón, como una prostituta del Kabukicho. Cada anochecer, las oficinas cerrarían sus puertas, y los mismos que pasaban el día en sus empresas, saldrían de sus cubículos para beber sake caliente a la salud de sus jefes, con los propios compañeros del trabajo. Una bandada de cuervos tokiotas cambiando de árbol, abarrotando de trajes y corbatas aflojadas las casas de té y los burdeles de sexo rápido.
Taxis de puertas automáticas trasladarían de un extremo a otro de la ciudad, las ansias y deseos ocultos tras la fachada de pulcritud y eficacia, como el torrente sanguíneo de una criatura que despertase al anochecer, para mostrar su verdadera naturaleza. Una que el viejo Kenshiro Nakashima conocía bien.
Abajo, en el piso veinte, donde se celebraba la recepción, le aguardaba impaciente una selección de lo mejor que la sociedad le podía ofrecer. Todos prestos a celebrar su última conquista: la multinacional bancaria Takayama. Una fusión voluntaria, largo tiempo acariciada y deseada, firmada por su director y propietario, el señor Kiyoshi. Una unión propiciada por su principal hombre de confianza de entre su selecto equipo de más de veinte abogados: Dallas Parker.
Kenshiro sabía reconocer el verdadero talento cuando lo tenía delante; Siempre había sido así, y eso le había hecho llegar muy alto. Pese a ser un iteki, un bárbaro extranjero, el americano de la nariz rota era sin duda un caballo ganador, y una muy valiosa herramienta. Demasiado como para desaprovecharla por un caduco prejuicio racial.
Desde su reclutamiento por el clan hacía varios años, el volumen de beneficios de sus actividades legales se había multiplicado; Dos compañías del sector informático habían entrado en nómina sin enterrar un solo cadáver; Por no hablar de los agentes extralegales que habían salido de prisión gracias a las argucias legales del gaijin. Y ahora, al fin, la banca Takayama.
En contraste con la modestia innata del nipón que humildemente rebaja sus méritos propios en virtud de su empresa o su superior, el americano exhibía una arrogancia y arrojo, que lejos de molestarle, secretamente le complacían. Había una condición escuala en su forma de ser, que le recordaba al viejo Kenshiro de otros tiempos. Algo en su actitud ante la vida. Dallas Parker era un depredador igual que él.
Desde su reclutamiento por el clan hacía varios años, el volumen de beneficios de sus actividades legales se había multiplicado; Dos compañías del sector informático habían entrado en nómina sin enterrar un solo cadáver; Por no hablar de los agentes extralegales que habían salido de prisión gracias a las argucias legales del gaijin. Y ahora, al fin, la banca Takayama.
En contraste con la modestia innata del nipón que humildemente rebaja sus méritos propios en virtud de su empresa o su superior, el americano exhibía una arrogancia y arrojo, que lejos de molestarle, secretamente le complacían. Había una condición escuala en su forma de ser, que le recordaba al viejo Kenshiro de otros tiempos. Algo en su actitud ante la vida. Dallas Parker era un depredador igual que él.
A su espalda, una fría voz le recordó que había llegado el momento de bajar a la recepción.
Era Katsuo; su Kobun; El vástago honorífico del líder en la férrea jerarquía del clan. También su lugarteniente y jefe de su escolta personal, que controlaba directamente bajo su mando cada asesinato o secuestro que se cometía en la ciudad. Ya era el sicario más letal del sureste asiático cuando fue reclutado diez años atrás. Pero el tiempo había pulido sus habilidades. Aquel hombre de casi dos metros, era la sombra inseparable que respaldaba al Oyabún en todas sus apariciones y desplazamientos. Nadie sabía nada de su pasado, pero si algo conocían todos, era su inquebrantable lealtad hacia el clan.
Kenshiro cruzó tranquilamente el amplio despacho, hasta su ascensor personal, donde le aguardaba su lugarteniente con el teléfono móvil aún en la mano. “...Su esposa Hiyori acaba de confirmar que no podrá asistir a la recepción de esta noche. Su avión personal sigue retenido en el aeropuerto de Kioto a causa de la tormenta.”
Suspirando resignado, el Oyabún comprobó el impecable peinado de sus cabellos blancos y la verticalidad de su corbata con un pequeño espejo de bolsillo. Satisfecho, entró en el ascensor, alisándose la chaqueta. Escoltado por Katsuo, la plataforma descendió en silencio por la brillante fachada del edificio. Finalmente, las puertas se abrieron con un zumbido, dejándole ver a la multitud expectante, que irrumpió en aplausos.
SIGUIENTE CAPÍTULO
Suspirando resignado, el Oyabún comprobó el impecable peinado de sus cabellos blancos y la verticalidad de su corbata con un pequeño espejo de bolsillo. Satisfecho, entró en el ascensor, alisándose la chaqueta. Escoltado por Katsuo, la plataforma descendió en silencio por la brillante fachada del edificio. Finalmente, las puertas se abrieron con un zumbido, dejándole ver a la multitud expectante, que irrumpió en aplausos.
SIGUIENTE CAPÍTULO
No hay comentarios:
Publicar un comentario