sábado, 26 de enero de 2013

CAPITULO 3: “Sonrisas niponas


Bienvenidos a la Torre Nakashima, centro neurálgico del imperio del viejo Kenshiro. En tiempos un mega hotel para ejecutivos, fue adquirido por la  yakuza hacía una década para orientarlo a fines más provechososTodo el mundo conoce que la torre y cuanto contiene pertenecen al Oyabún del clan Nakashima y todos saben bien a qué se dedica. Pero en este curioso país, ser un mafioso no te restará prestigio social. Según las arcaicas leyes niponas ni siquiera es ilegal pertenecer a un clan; su consideración
jurídica sería comparable a la de los clubes masones en los Estados Unidos. Y si nadie te va a mirar mal por ser un yakuza, ¿por qué ocultarte?; ¿Ves aquel enorme luminoso de neón rojo en la cúspide de la torre?; Es el jodido logotipo del clan Nakashima; puede verse a cien millas a la redonda, incluso sale en Google Maps. 
En serio, adoro este país.
Allí donde todo funciona según estrictas reglas, el yakuza es un elemento trasgresor que para muchos incluso resulta atractivo. Aún conservan un aura romántica deudora de su origen feudal, cuando eran Ronin, proscritos honorables que protegían al pueblo. Hoy en día, con medio departamento en nómina y más de ochenta mil miembros registrados, estos tipos tienen poco de proscritos y aún menos de honorables.

Vivo y trabajo aquí; En Japón no hay demasiada diferencia entre ambos conceptos. Por norma general suelo usar los ascensores de servicio, que dan acceso a las oficinas y a partir del piso veinte a las dependencias privadas. A excepción del propio Oyabún, todos los miembros del clan que ostentan cierta jerarquía yo incluido, poseemos un apartamento de lujo en algún lugar de la Torre Nakashima. A Kenshiro le gusta tener cerca a sus amigos, pero mucho más a sus enemigos, y en una organización como esta, ambas cosas a menudo caminan de la mano. Por fortuna este edificio es tan enorme que podrías pasarte la vida entrando y saliendo sin coincidir jamás con la misma persona.

Al aproximarme a la verja de la entrada presento mi pase al vigilante. El gorila se llama Teiko, y conoce perfectamente mi Cadillac y mi cara. A veces no puedo evitar una media sonrisa cuando le veo acercarse por milésima vez a comprobar meticulosamente mi pase con su linterna para, acto seguido, dejarme pasar con una reverencia. No es más que un absurdo ritual y ambos lo sabemos. Pero también, que si se me ocurriera pasar sin identificarme, el amable Teiko me acribillaría con la Uzi que le abulta bajo la americana, sin atisbo de compasión. Todo es un ritual dentro de otro, como una de esas muñecas rusas; pero así funcionan las cosas aquí.

Estacionadas frente a la marquesina de la entrada principal, las enormes limusinas se alinean con sus chóferes armados como escarabajos en procesión. Parece que esta vez soy el último en llegar. Entrego las llaves al chico del aparcamiento y entro en el enorme vestíbulo.
Silencio absoluto
El eco de mis pasos apresurados resuena por todo el vestíbulo mientras saludo con un gesto al conserje calvo sentado tras una mesa de nogal, que oculta un sin fin de monitores que controlan hasta el último rincón del edificio. Debo extender mi mano sobre el identificador dactilar Toshiba, y mirar fijamente a la cámara miniatura que identifica mi retina y mi voz, antes de poder acceder a uno de los elevadores privados del jefe.

La reluciente carcasa electromagnética asciende endiabladamente rápido por la fachada del edificio mientras una impresionante vista de Tokio nocturno desciende acompasada frente a mí. Nunca me acostumbraré a este maldito ascensor transparente. Enciendo uno de mis cigarrillos sin filtro solo para aplacar la apremiante sensación de vértigo, cuando, con un zumbido, las puertas del ascensor se abren justo al llegar al piso veinte, donde se celebra la recepción de Kenshiro.
Tenía razón. La fiesta ha empezado sin mí.

Ante mis ojos se ofrece una suntuosa sala de fiestas decorada con una hermosa fuente justo en el centro. Los invitados se distribuyen en pequeños grupos ordenados alrededor de largas mesas repletas de selectos canapés. Kenshiro hace traer a los mejores chefs de Europa, que viajan expresamente para trabajar en sus recepciones varias veces al año. El problema con los yakuzases que por mucho que lo intenten, no pueden ocultar lo que son; por eso muchos de ellos ni siquiera lo hacen. Americanas de los cincuenta, al más puro estilo “Rat pack” combinan por doquier con gafas ahumadas, cadenas de oro y camisas estampadas que harían enrojecer al mismo Tom Jones en su casino de Las Vegas.  

Estos elegantes caballeros se codean con lo mejor de la sociedad tokiota. Banqueros, políticos, artistas, y algún que otro mafioso chino de clanes afines a los Nakashima. Asesinos despiadados, candidatos políticos y actores famosos departiendo animadamente. Un espectáculo no muy distinto del que hallarías en Washington, solo que aquí nadie se molesta en disimular; La yakuzahace sus negocios a plena luz del día.

Se me ocurre mientras saboreo un canapé, que tiene cierta gracia llegar tarde a una fiesta que yo mismo he organizado. El motivo oficial de este evento de gala es celebrar la adhesión de la banca Takayama al clan que controla mi superior y nuestro anfitrión Kenshiro Nakashima, y al tiempo recaudar fondos para apoyar una de las muchas organizaciones humanitarias que preside mi jefe. Por supuesto que ninguna de estas organizaciones existe más allá del papel, y estos alegres comensales han pagado un precio exorbitante por su entrada al local y aún pagarán mucho más antes de marcharse. Mi trabajo consiste en asegurarme de que todos ellos tengan un buen jodido motivo para estar aquí esta noche.
Yo soy lo que en términos nipones se conoce como un sokaiya. Podrías decir que soy un experto en el viejo arte del chantaje y no andarías desencaminado, aunque en realidad no es que sea exactamente un chantajista; oficialmente soy el representante legal de los mismos. En un país donde la vergüenza pública es un arma de primer orden, el sokaiya es una figura a temer. El desvío de fondos a terceros, la obtención de información comprometida y la infiltración en comités de accionistas son parte de mi rutina; Así que si eres empresario y un día me ves aparecer en tu despacho, eso significa dos cosas importantes; una: estás bien jodido. Dos: sea lo que fuere aquello que tenías que ocultar, mas te valdría haberlo escondido mejor.

Saludo con una reverencia y la mejor de mis sonrisas al honorable banquero Kiyoshi Takayama, del brazo de su bella esposa, que me corresponde con otra impecable sonrisa. Solo hace una semana que coloqué sobre la mesa de su despacho un discreto sobre marrón, que contenía fotos de una cámara oculta tomadas en uno de los discretos "hoteles del amor" de Shinjuku. En ellas, aparecía en posiciones muy creativas sobre un lecho en forma de corazón junto a tres menores americanas desnudas, todas más altas que él. Ni que decir tiene que firmó un contrato de adhesión con la multinacional Nakashima en condiciones más que favorables para mi jefe. 
Pero verás, en este país que alguien te sonría de oreja a oreja no significa una mierda; No te equivoques. Es una mera señal de cortesía. A lo que tu llamarías hipocresía, ellos lo denominan tatemae; “el idioma de las obligaciones sociales”. Lo que realmente piensan, eso es honne, pero esto, con suerte, solo lo conocerás tras hacerles ingerir varios litros de sake.

Otro yakuza vestido de camarero, con sus tatuajes barrocos asomando indiscretamente bajo las mangas de su chaqueta, me ofrece una bandeja de copas de carísimo champaña que maneja con visible torpeza. Kenshiro adora las fiestas a lo grande y no repara en gastos en ningún aspecto.
Hablando del ruin de Roma, justo ahora, uno de sus secretarios anuncia al fin su llegada. Han extendido una alfombra roja frente a su ascensor particular. La puerta se abre con un toque electrónico y aparecen Kenshiro y Katsuo, su inseparable salvaguardia y perro guardián. La multitud irrumpe en aplausos que aquel se encarga amablemente de acallar, con aparente azoramiento. El Oyabún extrae una tarjeta de su bolsillo y ofrece un breve discurso agradeciendo la asistencia y felicitándose por la reciente unión de la banca Takayama a la “gran familia de los Nakashima”. 

Me acerco a saludar al jefe con una amplia reverencia protocolaria, que el imponente Katsuo corresponde con una mirada que agriaría el vino. Le caigo bien al viejo, y cuanto mejor lo hago, más me odia este enorme donante de cerebro que tiene por guardaespaldas. 

Tendré que obligarme a mí mismo a departir con los invitados para distraer el tedio y de paso, obtener algo de información para futuras referencias. Desearía que esta maldita fiesta amarilla hubiese acabado ya. 


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