sábado, 28 de agosto de 2021

 LA PIEL AMARILLA 

Una novela de FERNANDO ARIZA ABASCAL

SINOPSIS:

Dallas Parker es un superviviente en un negocio de asesinos. Huyendo de un turbio pasado en Detroit, sus pasos le han traído hasta Tokio, donde prospera como abogado de la mafia japonesa. Amoral e impredecible, Parker ha aprendido a nadar entre tiburones, respetando dos sencillas reglas: no vacilar jamás ni jugársela por nadie. Pero una enigmática mujer lo lleva al fin a cuestionar  su propio código; y cuando trabajas para la temible Yakuza olvidar las reglas significa la muerte. Atrapado en una trama de traición y asesinato, el gaijin pagará muy caro por su error; pero sus enemigos cometerán otro aún mayor... Darle por muerto.
 
 
...Cinco años después, Takeshi Kojima hijo exiliado de un lugarteniente Yakuza vuelve a casa para asistir al funeral de su padre y ocupar su lugar en el clan según la tradición. Valeroso y aguerrido, pronto se gana el respeto entre sus iguales, pero una sucesión de extraños y sangrientos sucesos hará sospechar que el misterioso recién llegado no es en realidad quien parece... 
 
...Y que la sombra de una venganza se cierne sobre el Clan Nakashima.
 
 

 
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miércoles, 24 de abril de 2013


CAPITULO 30: “Un sobre marrón



Cuando el Oyabún contempló aquella primera foto en blanco y negro que acababa de extraer del sobre marrón que había encima de su mesa, estuvo tentado de arrojarlas airado a la cara de Katsuo y preguntarle por qué razón le entregaba instantáneas privadas del americano practicando sexo con una mujer japonesa. En un primer momento, aparte de la grosera naturaleza de las imágenes, lo que más le irritó fue el hecho de que el gaijin mantuviese relaciones con una mujer nipona, pues lo que Kenshiro más despreciaba en el mundo era el mestizaje. Tardó aún varios segundos más en darse cuenta de que aquella era su propia mujer.
Cuando lo hizo, no hubo cambio alguno en su rostro. Kenshiro sabía bien como mantener la calma. Por puro instinto comprobó todas las fotos una por una, como queriendo estar seguro de que aquello era real, de que no había ningún error. Pero no lo había. Aquella era Hiyori Nakashima.
Fue entonces cuando se percató de porqué no había reconocido a su esposa en un primer momento. La mujer desnuda que aparecía allí, cabalgando a horcajadas sobre el americano tenía una expresión que él no había visto jamás. Era una expresión de abandono sensual semejante a la que recordaba haber visto en una escultura durante su primer viaje a Italia; el Éxtasis de Santa Teresa. Aquella expresión de placer desbordado no se correspondía con la sonrisa serena como un lago que acostumbraba a ver en Hiyori. En absoluto. Aquella mujer tenía que ser una prostituta. No podía ser su mujer. No podía ser su Hiyori. Arrugó la foto en sus manos sintiendo ya arder la rabia en sus mejillas. Recordó entonces la noche en que la había conocido, en aquel pequeño burdel-restaurante hacía ya quince años. Recordó que lo primero que hizo al verla fue preguntarse cómo era posible que una criatura de tal belleza hubiera acabado en un lugar tan sórdido como aquel, como una ninfa en un estercolero. Kenshiro pidió que fuera solo ella quien sirviera su mesa aquella noche y, tras observarla en silencio le rogó tímidamente que se sentase con él. El hombre más temido de la isla sentía temblar sus manos bajo el mantel ante el efecto desarmante de aquella mirada. Al cabo de un rato mandó desalojar a todos cuantos estaban en el restaurante y quedaron solos ellos dos. Y hablaron. Hablaron toda la noche. Unos días después Hiyori ya era su mujer.

Ella había estado junto a él en todo momento durante quince años. Sus 

ojos habían visto como se convertía en el amo y señor de toda una 

ciudad. Durante todo ese tiempo ella había sido su apoyo, su bastón, tal 

vez su único contacto con el amor y la ternura en un mundo tan 

inmisericorde como el de la Yakuza. Siempre a su lado, incluso cuando 

había que tomar decisiones terribles. Y él la había aceptado, pese a su 

procedencia humilde, a pesar de saber que todos sabían que jamás le 

podría dar hijos. En contra de lo que todos le habían aconsejado. Solo 

porque la amaba. Y ella, maldición, se lo había hecho olvidar durante 

quince largos años. Le había hecho olvidar que no era más que una puta.

 Una maldita y sucia puta de burdel barato. Kenshiro volvió a mirar todas 

las fotos y las fue arrugando una por una. Katsuo estaba en pie frente a 

él, inmóvil y silencioso. El Oyabún le lanzó una mirada que congelaría el 

hidrógeno en el vacío. Su voz fue fría y cortante como una daga de 

verdugo: “...Esta furcia muerta no es mi mujer. Encuéntralos a los dos y 

mátalos. Con dolor.” Katsuo se dio la vuelta para marcharse, pero se 

detuvo: “...Hay algo más, Oyabún; Creemos que un soporte informático 

con datos cruciales sobre nuestra seguridad ha sido copiado del 

ordenador central. Todo apunta a que el ladrón es el mismo perro gaijin

Solo él tenía acceso al mismo.” Kenshiro, con la cabeza entre las manos, 

apenas le escuchaba; “...Ya conoces tus órdenes.”

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...Ohhhh....pero...¡QUÉ PUTADA!... No me lo puedo creer...¿¿¿Pero esto se acaba aquí???...¡Y justo ahora que estaba enganchado a la historia y de verdad empezaba lo bueno! 

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CAPITULO 29: “Las malas noticias



Dallas Parker descendía a solas en el ascensor privado de Kenshiro con el rostro crispado. Apenas abandonar el despacho, ya se había desabrochado la corbata y estaba apoyado contra el cristal del ascensor, tal que si acabara de librar un duro combate. Por un instante se acordó de las sabias palabras que su tío Frank solía repetir entre dientes cada noche que volvía a casa ebrio y sin un centavo; “...Tiene gracia chico, lo fácil que uno pasa de ganarlo todo, a estar de mierda hasta el cuello...” Pero como de costumbre, la sabiduría de su difunto tío no le fue de gran ayuda.

El americano prendió uno de sus cigarrillos sin filtro, pese a que apenas hacerlo, una amable voz electrónica femenina le recordó en japonés que estaba prohibido fumar. Dallas masculló una obscenidad en inglés y aspiró con una avidez que se parecía demasiado a la pura desesperación.
La entrevista semanal con Kenshiro había resultado mucho más tensa y corta que de costumbre.
La conversación había arrancado con una breve y fría alusión a la “...desgraciada e inoportuna muerte del señor Takayama” apenas una semana atrás. Paradójicamente un en apariencia comprensivo Kenshiro no parecía culpar a nadie en absoluto del suicidio del empresario, si bien, tácitamente esto último no estaba tan claro. Dallas siguió la breve entrevista exponiendo al detalle sus impresiones acerca del doctor Sakata, así como exagerando los escasos progresos en la investigación sobre su persona. Sabía bien que no tenía nada consistente, pero exhibió como carta ganadora ciertos rumores que había podido confirmar solo a medias, sobre un supuesto tráfico de cadáveres en torno a la clínica. Pero ni siquiera esto pareció obtener alguna respuesta positiva del Oyabún
El fantasma de Takayama había planeado entre ambos de forma casi tangible durante toda la reunión. Su “inoportuna” inmolación, había empañado una operación legal que habría resultado casi perfecta. El banquero bien podría haber dejado  algún documento acusatorio y pese a sus contactos en el cuerpo policial, la investigación consecuente podía ser muy perjudicial para el Clan Nakashima. Posiblemente alguien ajeno a la idiosincrasia nipona, no habría visto el menor signo de reproche en el anciano, que sonreía y asentía ante cada exposición del americano tal y como siempre solía hacer. Pero en aquellos tres años Dallas había aprendido a leer subrepticiamente bajo el hielo de la sonrisa de Kenshiro y lo que veía no le gustaba nada.
Su silencio era lo que más le inquietaba.
Los japoneses eran maestros en el arte de la comunicación no verbal; para ellos interpretar los silencios resultaba tan importante como entender las palabras. Era un idioma paralelo del gesto y la emoción contenida por cortesía o respeto, que el interlocutor estaba obligado a interpretar dentro de un contexto sutil. Kenshiro le escuchaba mientras respiraba a través de sus dientes al sonreír. Este era el velado modo en que expresaba su desaprobación. Y Dallas le había visto hacerlo varias veces. Por si fuera poco, al salir se había cruzado con Katsuo, que de nuevo le había mirado de aquella manera extraña.
Últimamente parecía mostrarse más cortés hacia él, acaso por indicación expresa del Oyabún, pero aquella mirada de hoy le había helado la sonrisa burlona con la que solía corresponderle.
Más relajado al abandonar el edificio, Dallas salió del aparcamiento conduciendo su Cádillac. Tal vez estuviera volviéndose un paranoico, después de todo. Entonces recordó que ni siquiera se había despedido de Hiyori la noche que estuvieron juntos, y se preguntó fugazmente si aún tendría tiempo de hacerle una visita aquella misma mañana, aprovechando que tenía localizados en el edificio Nakashima a Katsuo y Kenshiro. Finalmente desechó la idea y optó por llamarla mas tarde. Tenía algo muy importante que decirle y precisaba de más tiempo para elegir sus palabras.
En el cruce del semáforo contempló desapasionadamente como un grupo de escolares cruzaba por el paso de peatones, todos vestidos igual, con los mismos chubasqueros amarillos, y se sorprendió recordando con nostalgia el viejo piso de su tío Frank en Tennessee. Era extraño. Últimamente había estado acordándose de su país con mayor frecuencia. Incluso de las sucias avenidas de su odiado Detroit. Era la primera vez que lo recordaba con nostalgia en todos los años que llevaba en Japón. Siempre se había considerado a sí mismo un apátrida libre de cualquier atadura, y aquella nueva sensación era novedosa a la vez que indeseada.
Entretanto, ochenta pisos más arriba en el despacho de Kenshiro, Katsuo había visto salir del aparcamiento como un punto rojo el llamativo sedán del gaijin con la expresión del  ave de presa que ve salir a la rata de su madriguera. Kenshiro le miraba  con rictus vagamente expectante:
-         “...Creo que habías mencionado que tenías algo que mostrarme, Katsuo. Espero que sea algo realmente importante porque tengo la mañana ocupada.”
Katsuo no contestó; se limitó a acercarse lentamente hasta la enorme mesa, casi eclipsando el sol con su oscura presencia. Acto seguido extrajo un sobre marrón del bolsillo de su americana y lo tiró despectivamente sobre la mesa. 
 

martes, 23 de abril de 2013


CAPITULO 28: “Caramelo amargo



Uno de los tubos fluorescentes en el techo del desierto vagón no cesaba de parpadear con el constante traqueteo del metro; Eran las once de la noche, y a esas horas la linea Ueno era una de las menos transitadas, y también una de las menos recomendables. Recostada en uno de los asientos, una derrotada Miyoko sollozaba en silencio. Llevaba puestos sus auriculares a todo volumen, como si la estridente avalancha de Techno-
Rave pudiera ahogar el dolor que oprimía su jóven corazón. El rímmel de sus ojos se había corrido por las lágrimas y los chorreones negros bajaban por sus mejillas. Iba vestida o casi disfrazada con un coqueto uniforme azul de colegiala de falda plisada y coletas color violeta y los pies no le llegaban al suelo. Aquella noche la menuda Miyoko parecía más que nunca una niña perdida en aquella extraña ciudad. Hacía solo una hora que había salido de su apartamento en silencio, cerrando la puerta con sumo cuidado. Hacía dos que había abandonado el salón de tatuajes Blue Iguana con un pequeño dibujo de un hada en su nalga izquierda. Era su regalo secreto para Casey. Para su pequeña y tontita amiga gaijin. Había corrido a enseñárselo aquella tarde porque sabía bien que estaría estudiando en casa como hacía siempre. Quería darle una sorpresa; Hacerla sonreir, como siempre conseguía a pesar de que a veces las cosas se torcieran. Deseaba hacerle saber lo que aquella noche en el parque había significado para ella. Sabía bien que no tenía derecho a esperar nada; Sabía que su amor pertenecía a otro, y no debía fantasear con tenerla para sí. ¿Por qué entonces su corazón se había roto de aquel modo cuando la encontró durmiendo abrazada a él? ¿Por qué se había sentido tan humillada, tan dolida de ver con sus propios ojos a aquel viejo ruin, aquel intruso odioso respirar junto a ella con su cabeza reposando sobre su pecho? Ella sabía que aquel hombre no era bueno. Podía verlo en sus ojos cuando la miraba. ¿Por qué se sintió tan sucia de no ser capaz de marcharse; de quedarse media hora en aquella habitación llorando en silencio, viendo como ambos dormían despreocupadamente? Nunca en su joven vida recordaba haber odiado y envidiado tanto a alguien al mismo tiempo. Ni se había sentido tan profundamente desgraciada.
El tren había parado en una estación. Miyoko lloraba con la cara entre las manos. De pronto vio unos pies frente a ella en el asiento de enfrente. Un anciano había entrado y se había sentado allí, dejando su bolsa de la compra rebosante de fruta en el asiento contiguo. Vestía un grueso y viejo jersey gris, y llevaba el abrigo doblado en la mano. Le miró con profunda compasión a través de sus gruesas gafas de concha. El vagón se puso en movimiento. Ambos se observaron en silencio; Parecía que el desconocido quisiera decir algo, acaso dar algún consejo o consuelo, pero no dijo nada. Con una cansada sonrisa, se llevó la mano al bolsillo y extrajo un caramelo; acaso destinado a otra persona; una nieta tal vez. Se sentó junto a ella y lo puso en sus pequeñas manos sin decir nada. Tal vez el maduro pensionista hubiera pensado que aquella desolada mujer era realmente una pequeña necesitada de consuelo y cariño. Miyoko apoyó su cabeza en el hombro del anciano, como lo haría una niña con su abuelo. El hombre olía a gel de baño y pastillas de eucalipto.

El metro continuó su agitada marcha en dirección a Ueno; Entre el 

sedante sonido del vagón, el anciano, inopinadamente bajó su mano hasta 

la blanca rodilla de Miyoko, acariciándola bajo la falda plisada. Su rostro 

miraba al frente, hacia el reflejo de ambos en la oscura ventanilla del tren.

 Su respiración se aceleró sonoramente mientras Miyoko, sin pudor 

alguno, deslizaba su mano bajo el abrigo que el anciano había situado 

oportunamente sobre su propio regazo. Los minutos pasaban y la joven 

movía su mano vivamente bajo el gabán mientras una voz en japonés 

anunciaba ya por megafonía la proximidad de la siguiente estación. 

Súbitamente, el hombre suspiró, dejando caer su cabeza hacia atrás y 

respirando hondamente. Miyoko sabía bien que el viejo señor Takanashi 

no necesitaba demasiada estimulación para llegar al final. Las puertas se 

abrieron y el anciano, acalorado y acaso avergonzado recogió su bolsa de

fruta y se marchó como siempre, sin decir palabra. No sin antes dejar 

unos billetes en el asiento junto a Miyoko. La joven los contó y guardó en

 su diminuto bolso, del que extrajo su teléfono móvil para consultar la hora. 

Tal vez aún tuviera tiempo de pasar por Prada y agenciarse aquella 

cazadora a la que le había echado el ojo hacía semanas.

 

SIGUIENTE CAPITULO

martes, 16 de abril de 2013


CAPITULO 27: “Ballet



Dallas Parker despertó sobresaltado, con las sábanas negras de raso pegadas al cuerpo. Al principio no fue consciente de dónde se hallaba ni cómo había llegado hasta allí. Por varios segundos percibió cuanto le rodeaba con esa textura misteriosa y volátil de las cosas que uno no sabe si son reales, como un holograma o un trampantojo. “Hiyori” –recordó al fin- y sonrió de forma inconsciente, dejándose caer de nuevo en la almohada.Habían pasado todo el domingo juntos, en la clandestinidad de su apartamento, y ya se había hecho de noche. Dallas debió quedarse dormido por puro agotamiento. Se sentó en la cama, frotándose la cara con barba incipiente, y miró a su alrededor, aún con ojos de dormitorio.

La habitación estaba vacía, pero la televisión aún seguía encendida  aunque sin volumen. Se levantó desnudo de la cama y se puso los pantalones, ya secos, que estaban doblados sobre una silla. En una esquina había un bello biombo de madera pintada con motivos vegetales sobre un fondo dorado; abandonado sobre él con sensual dejadez estaba la bata de seda de su amante. Dallas la apretó contra su rostro y aspiró. Aún conservaba intacto el aroma de su piel dorada.
El aire olía a café recién hecho. Caminó descalzo sobre el suelo de madera guiado por el delicioso rastro hasta llegar a la cocina también vacía, dónde se sirvió una humeante taza. Con ella en la mano exploro el amplio apartamento.
Tenía el suelo y las paredes de madera lo que le daba un ambiente cálido y acogedor. Había sido decorado con la misma exquisita elegancia de la casa de verano de Kenshiro, si bien en un estilo algo más austero. De las paredes colgaban viejas caligrafías japonesas y pinturas diversas realizadas en tinta china. Diminutas casitas de té perdidas entre enormes montañas nevadas, resueltas mediante cuatro trazos magistrales. No se parecían en nada a esas burdas reproducciones de grosera factura que cualquier occidental podía adquirir en las tiendas del barrio de Ginza. Aquellas eran autenticas antigüedades de valor incalculable. La huella de Kenshiro estaba presente en cada habitación, en cada detalle, incluso en su ausencia, su presencia aún era palpable.
De pronto, el suave sonido de una pieza para piano le guió a través de un largo pasillo hasta una habitación que había sido acondicionada como un estudio para la práctica de la danza. Una de sus paredes era un enorme espejo sobre el que se extendía una larga barra horizontal de madera sobre la que Hiyori apoyaba su diminuto pie, calzado de una blanca zapatilla de seda. Curvando sin aparente esfuerzo todo su torso hasta apoyar el pecho sobre la rodilla estirada, sus manos alcanzaron sin dificultad el pie apoyado en la barra. Permaneció así, con la frente apoyada sobre su espinilla, para acto seguido levantar el pie y estirarlo hacia atrás, curvando su espalda y estirando los brazos hasta formar una U. Fue entonces cuando se percató de que Dallas, apoyado en el quicio de la puerta la observaba sonriendo mientras bebía un sorbo de café.
-¿Has dormido bien? Parecías tan feliz en sueños que no quise despertarte- dijo Hiyori, mientras se dirigía hacia él caminando graciosamente sobre las puntas de los pies.
- No sabía que fueras bailarina- le dijo.
-En realidad no lo soy- contestó –En Kioto estudie ballet durante cinco años con un profesor francés llamado Gerard. -Hiyori miró a su alrededor- Kenshiro mando construir todo esto para que pudiera seguir practicando. Él suele decir que todo su dinero está al servicio de mi felicidad, pero en realidad lo hace tan solo por tenerme distraída cuando él no está -ahora su rostro se había ensombrecido- Aún practico a diario, aunque no sé muy bien la razón por la que lo hago.
-¿...Qué salió mal?- preguntó Dallas-.
-Hoy ha sido un día precioso- Hiyori tiraba de él para llevárselo del estudio a otra habitación pero él no se movía- “...te das cuenta...”- le dijo-“¿...de que tú ya sabes todo cuanto hay que saber de mi, y yo aún no sé absolutamente nada de ti?
-Pero es que… no deseo estropearlo- contestó- y hoy podríamos…
-... Me arriesgaré. Ambos hemos llegado demasiado lejos para tener nada que perder o que ocultar.
Hiyori cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviese frío de repente, Dallas la rodeó con sus brazos en silencio. Ella tardaría aún un buen rato en decidirse a empezar.
-...A los quince años -dijo al fin- ...Mi padre quiso casarme con uno de sus empleados. Yo le odiaba. Así que me fugué de casa con mi profesor de ballet.
Estaba muy enamorada de él... -sonrió-  Me había prometido que iríamos a Paris, y que allí viviríamos de sus clases hasta que yo saliera adelante con la danza. Me alquiló una pequeña habitación en un suburbio de Kioto. Decía que sería solo algo provisional, hasta que reuniéramos  dinero para marchar a Europa. “...Cada tarde” -continuó- “...venía a verme tras sus clases y hacíamos el amor, y me hablaba durante horas de la belleza de Paris y cómo seríamos felices allí, pronto, -decía-  muy pronto. Cada noche al marcharse él, me tendía en aquel camastro desvencijado y soñaba con un teatro colosal, con grandes lámparas de cristal brillando muy alto, candilejas alumbrando el escenario... No te engañes, Douglas, no me quejo de aquellos días. En aquella habitación yo era feliz. Vivía en un mundo ilusorio, pero siquiera tenía eso.”
-         Al menos no has dejado de soñar, - dijo Dallas mirando a su alrededor- aún eres joven y has seguido practicando, tal vez...
-         Es tarde. Para todo. Tú deberías saberlo.
Hiyori ladeaba la cabeza, evitando la mirada del americano, mientras contemplaba el lánguido reflejo de la luz sobre el suelo lacado del estudio de danza. “…Por supuesto, todo eran mentiras” -prosiguió- “Fue todo tan... vulgar. Gerard era un hombre casado y ni siquiera había estado nunca en Paris; Pero yo era una niña; Le creía sin reservas cuando me decía que aún no tenía bastante, que ya faltaba poco, que me quería. Aquello continuó hasta que, poco a poco fue distanciando sus visitas, primero con excusas; Luego ni siquiera eso. Un día dejó de pagar las facturas y jamás volví a verle.”
“...Más tarde...” -continuó con expresión dura en sus ojos- “...descubrí con horror lo inevitable; Estaba embarazada. Y no podía afrontarlo sola; No entonces, ni allí.
Al abandonar mi familia lo había perdido todo, parientes, amigos, ya no tenía a nadie. No sabía qué hacer. Pero aún me quedaban algunos billetes que había ahorrado. Lo bastante para pagar un aborto clandestino en una de las “clínicas” del mercado de Kioto.
Me lo hicieron de noche, en un pequeño y sucio local en la trastienda de un comercio de ultramarinos; Muy cerca de la tienda de especias de mi padre. Recuerdo que al llegar aquella noche, mi única preocupación era no encontrarme con él. Me lo practicó una vieja mujer que había sido prostituta y decía tener mucha experiencia en esos casos. Me hablaba tiernamente como si fuera su hija, me aseguró que no me pasaría nada, que no me dolería.”
“Dios mío” -respiraba entrecortada- “...lo que me hizo aquella mujer...” -se estremeció- “...Fue horrible”. “Yo estaba tumbada en aquel camastro con mis piernas abiertas, y ella fumaba sin parar. Usó unas agujas de hacer punto. Nunca supe con certeza lo que me hizo, solo que sangraba y dolía,  y me hacía llorar. “...Ya casi está cariño, - decía -  ya casi está”. Tiempo después descubrí que nunca más podría tener hijos. Aquella maldita mujer me había vaciado por dentro.
 Hiyori se quebró al fin, llorando desconsolada en brazos del americano, aquel desconocido apenas unas horas antes, que ahora besaba su frente y susurraba a su oído alguna frase de consuelo que acaso habría oído en alguna parte. Bálsamo inútil para ahogar el negro dolor que Hiyori había incubado en silencio durante años, como un cáncer silencioso.
-¿...Qué pasó después, que pinta Kenshiro en todo esto? -preguntó en voz baja mientras le acariciaba el pelo; Hiyori apoyaba el rostro en su pecho mientras proseguía-
- ...Estaba sola, Dallas. Sola de verdad. Sin dinero, familia ni amigos. Tú... no sabes lo triste que es tener que acostarse sin haber comido nada en todo el día. Una noche un hombre gordo en un club, me dijo que una chica bonita como yo no tenía por qué pasar hambre. Aquel cerdo tenía un pequeño burdel para ejecutivos en Tokio. Así que me fui con él e hice lo que debía  hacer. Un día el gordo apareció muerto en su propia cama y el club pasó a manos de Kenshiro-san. Así fue como le conocí. Dallas no hizo ninguna pregunta más. Ya había oído suficiente. La tomó suavemente por la barbilla y con sus dedos nudosos enjugó las lágrimas que surcaban su rostro.
 “Baila para mí” -dijo mirándola de frente-. Hiyori se separó de él cerrando los ojos para rehuir su mirada.
-No- dijo-  No sabes lo que me estás pidiendo. Nadie me ve hacerlo jamás. Ni siquiera Kenshiro.
-Por favor.
Recordó las palabras que Dallas pronunciara en el umbral la noche anterior, y concluyó que acaso también ella le debiera algo a aquél hombre; y tal vez a sí misma. Enjugándose las lágrimas se alejó situándose en el centro de la sala, aún en completo silencio. Arrodillándose sobre una pierna, se dobló mansamente con la cabeza y el tronco cayendo lacios como una flor cerrada. Poco a poco la música despegó; suave al principio, como una invitación, al tiempo que ella empezaba a elevar delicadamente el cuello y los brazos, estirándolos grácilmente sobre su cabeza, cual si hubiera despertado de un largo y profundo sueño.
Cuando tornó el silencio a la sala de baile, diez minutos más tarde, Hiyori quedó congelada en la misma posición en la que había empezado, arrodillada como un nenúfar de gasa blanca. Su único espectador la tomó de la mano levantándola del suelo, y la abrazó. No hubo aplausos. Permanecieron así hasta que un beep electrónico les hizo volver a la realidad. Dallas miró su reloj. Eran casi las nueve.
- “…Tengo que irme.”
- “Lo sé”.
El americano se dirigió al dormitorio, donde se puso el resto de su ropa, arrugada pero seca. Mientras lo hacía, echó un vistazo casual al televisor encendido pero silencioso, que transmitía una especie de boletín especial de noticias. Estaba a punto de salir por la puerta cuando de repente se percató de que en el panel virtual situado a espaldas de la presentadora del noticiario había una foto que le resultó familiar. Una que mostraba crudamente el rostro ensangrentado de un hombre de mediana edad. Uno al que Dallas conocía bien.
Precipitadamente, se abalanzó sobre el control remoto para subir el volumen: “...El empresario y ex-directivo de la conocida banca Takayama, Kiyoshi Takayama, fue hallado muerto esta mañana en su domicilio en las afueras de Tokio. También se ha encontrado junto al suyo el cuerpo sin vida de su esposa Misaki Takayama, presunta víctima de un poderoso veneno aún sin identificar”. “...El motivo de ambas muertes aún no ha sido verificado, si bien se apunta hacia un suicidio mediante el tristemente conocido ritual sepukku.” “...Se aventura que podría tratarse de una disculpa pública por la reciente fusión de su empresa con la Nakashima International.”.
Dallas estaba en pie, inmóvil. La noticia le había pillado como una finta a destiempo. De todas las posibles consecuencias que podría haber aventurado sobre el asunto Takayama, aquella era la más absurda. “...Las fotos y los negativos fueron destruidos tal como acordamos, se garantizó la recolocación de sus empleados. Su liquidez y su sueldo no se verían afectados; ¿...Por qué diablos ha hecho esto?”. Dallas pensaba en voz alta, caminando nervioso por la habitación, mientras Hiyori le observaba, angustiada.

Por primera vez  en su vida, Dallas Parker veía sus manos manchadas de sangre. Había excarcelado a decenas de asesinos convictos a sabiendas de que podían volver a matar; Pero aquel era su trabajo; Era la ley, y no la había escrito él, tan solo la utilizaba, igual que todos los demás. Pero hoy, habían muerto dos personas por su causa, y a una de ellas ni siquiera la conocía.
Recordó como en una película, todo cuanto Casey, la novia de Ray, les había descrito acerca del suicidio ritual japonés la noche del Kabuki; Los macabros detalles, el inimaginable dolor, los siniestros preparativos. Vio el rostro amable de Takayama junto a su mujer, la última vez que habló con él, en la recepción de Kenshiro. Por descabellado que pudiera parecerle ahora, acaso entonces ya habría tomado la fatal decisión; “¿Por qué aquella maldita sonrisa?” -se preguntó-
Recordó al fin la estampa derrotada del banquero cuando él mismo puso aquellas fotos en su mesa unos días antes. Quizás en otro tiempo hubiera reído la incomprensible decisión del señor Kiyoshi, pero esta vez, algo había cambiado. A lo largo de su carrera como abogado, Dallas había incurrido en incontables bajezas, algunas realmente viles, pero nunca, jamás, se había sentido realmente sucio. Hasta hoy.
El americano corrió al recibidor, tomó su gabardina y sacó su móvil del bolsillo. Tal como temía, en su bandeja de entrada se acumulaban las llamadas perdidas de su secretaria y su equipo de abogados; incluso del propio Kenshiro. Todos le estaban buscando.
Mesándose los cabellos con desesperación, salió precipitadamente; le urgía respirar aire fresco como si llevara varios minutos bajo el agua. Necesitaba una copa, algo que le ayudase a encontrar una excusa plausible para justificar su inconveniente ausencia en aquel momento crucial.
El nombre de los Nakashima había sido aireado en todos los canales en relación con la muerte de un empresario de fama internacional, y las consecuencias podían ser impredecibles.

En su precipitación olvidó despedirse de Hiyori.

 

SIGUIENTE CAPITULO


CAPITULO 26: “El amanecer y el ocaso


 (NOTA: Este capítulo puede no ser apto para personas impresionables)
 Kiyoshi Takayama, aún presidente en funciones de la Banca Takayama, no había pegado ojo en toda la noche, si bien era cierto que ni siquiera lo había intentado. Aún resonaban vívidamente en su cabeza los ecos de los flashes de la tarde anterior, cuando, en una multitudinaria rueda de prensa convocada por él mismo, se había disculpado públicamente ante las cámaras de las televisiones de todo Japón por la precipitada fusión de su empresa con la Nakashima International. Con lágrimas en los ojos, había asumido toda la culpa por las posibles consecuencias que este hecho vergonzoso pudiese ocasionar a los hombres y mujeres bajo su cargo y responsabilidad. Con emotivos golpes de pecho sobre su negra americana, golpes que tal vez habrían resultado ridículos a un observador occidental, había achacado tan solo a su debilidad personal la pérdida del
control de su empresa, implorando el perdón de aquellos a los que había dejado, a su entender, en la estacada.
Ahora, trece horas después, la calma había vuelto a instaurarse en su espíritu, después de haber pasado toda la noche en vela, sumido en la meditación. Kiyoshi estaba preparándose para el encuentro ineludible al que debería acudir aquella mañana.
Afuera, faltaba aún una hora para que las primeras luces del alba iluminaran el jardín de su residencia privada, en las afueras de la ciudad. Se levantó de la esterilla de mimbre sobre la que había estado meditando, y se dirigió al cuarto de baño. Allí se despojó de la ropa y se sumergió en el humeante Jacuzzi.
Acto seguido apareció ella.
Misaki era su esposa, y lo había sido durante los últimos veinte años. Al igual que su marido, había pasado toda la noche meditando en sus habitaciones privadas.
Ahora estaba preparada. Despojándose de su quimono de seda se sumergió junto a su esposo en la humeante bañera. Ambos se miraron largamente, con la espalda apoyada en el borde, relajándose por efecto de la calidez del agua y el vapor, que ascendía empañando el tragaluz del techo, por el que aún se podían contemplar las estrellas. Hacía muchos años que en los ojos de Misaki no anidaban de aquella manera el amor y el respeto hacia su esposo. En sus pupilas había incluso deseo. Tal vez un deseo ardiente.
Por un momento pensaron en hacerlo allí mismo, pero algo les detuvo. No eran el lugar ni el momento  adecuados.
Con calma, empezaron a enjabonarse mutuamente, frotando cuidadosamente sus cuerpos con una esponja marina. A continuación, la mujer tomó una afilada navaja, y empezó a rasurar con esmero el cuerpo y el rostro de su marido, en un acto purificador que continuó en el suyo propio. Después, ambos se bañaron nuevamente y se vistieron en silencio.
Kiyoshi  Takayama se peinó ante el espejo. Su rostro era la viva imagen de la serenidad. Por un instante desvió la mirada hacia su esposa. Estaba realmente hermosa envuelta en aquel kimono blanco. Sus recuerdos le llevaron días atrás, justo al momento en que, durante el transcurso de una cena íntima le había confesado a Misaki el verdadero motivo de su fusión con el clan Nakashima. Y le había comunicado asimismo, su decisión irrevocable de asumir sus responsabilidades.
Kiyoshi estaba ya tan acostumbrado al trato con extranjeros, que había esperado de ella una reacción occidental. Se había equivocado. Lo que más le sorprendió de su conducta, no fue la serenidad con la que recibió la noticia de su vergonzoso adulterio, como si lo hubiese sabido desde el principio, ni la tranquilidad con que asumió la decisión de su marido. Fue la entrega que percibió en sus ojos cuando le dijo que permanecería a su lado hasta las últimas consecuencias. Parecía que aquel ritual que iban a emprender juntos, les hubiera devuelto intactos, no solo el honor perdido, sino también el amor primero que ambos habían sentido el uno por el otro desde el día en que se conocieron. Era como si aquella acción romántica y desesperada fuera a devolverles lo que la existencia erosionante y gris les había arrebatado poco a poco. Kiyoshi se vistió con un elegante quimono de blancura refulgente, y se dirigió con paso sereno y pausado hacia el mejor salón de su casa. A su espalda le seguía su mujer.
El salón disponía de un amplio ventanal orientado hacia el este, que comunicaba con un bellísimo jardín zen japonés. Era el lugar perfecto para la ceremonia. Sobre la rama de uno de los cerezos, un jilguero cantaba despreocupado, ajeno al drama que se avecinaba.
Las primeras luces del amanecer habían comenzado a asomar tras el horizonte, y ambos sabían que había llegado la hora.
El empresario  se arrodilló en el centro de la habitación. Su esposa lo hizo frente a él a la distancia ritual. Entre ambos se extendía una esterilla de mimbre con una pequeña bandeja y dos cuencos de sake. A su lado había dos rollos de papel de arroz atados por un lazo negro. Uno era una carta de despedida a sus respectivos padres, en disculpa por el sufrimiento consabido de precederles en su defunción. El otro era un poema de despedida manuscrito por ambos, para ser abierto solo tras su muerte. A la derecha de Kiyoshi, en el suelo, sobre un lienzo blanco de seda, reposaba el hermoso ejemplar de katana con el que iba a cometer sepukku.
Kiyoshi miró de nuevo a su mujer. Era ahora al verla allí, envuelta y rodeada por la blancura y la serenidad, erguida frente a él, mirándole sin atisbo de temor en sus hermosos ojos negros, cuando apreciaba sin género de dudas la nobleza de su procedencia. Misaki era hija de una de las familias samuráimás antiguas del norte de Konsu, con todo lo que ello conllevaba en cuanto a condición y orgullo de casta. Estaba tan orgulloso de ella que apenas podía contener las lágrimas. Con ambas manos, le tendió uno de los cuencos de sake; él, a su vez, tomó el suyo y bebieron. El cuenco de Misaki contenía una dosis letal de cianuro capaz de aniquilar a cualquiera en breves segundos. Mientras bebía, la mujer sostenía la copa con decisión y firmeza, dispuesta a cumplir con su deber como correspondía a alguien de su casta, tal como su abuela o su bisabuela lo hubieran hecho si hubiera sido preciso. Había sido educada desde niña para este momento.
Y ya no había vuelta atrás.
Pese a todo, no había en su mente reproche sino admiración hacia su marido, pues sabía que el sacrificio que a él le esperaba era con todo, muy superior al suyo. Misaki era una mujer japonesa, y en su postrera mirada a su esposo estaba condensada la esencia del mundo ancestral en el que vivía, indescifrable y hermoso, inalterable como una montaña y tan frágil como una burbuja de jabón. Se extinguió en silencio, sin quejarse, curvándose sobre su vientre en suaves y cadenciosas contracciones, hasta quedar exánime con la cabeza apoyada en el suelo.
Recitando silenciosamente una oración por su alma, dirigió una última mirada al cadaver de su esposa. Acto seguido, desenvainó la espada y embalsamó la hoja con el lienzo de seda, enrollándola varias veces al objeto de no cortarse los dedos al empuñarla, pues sus cortos brazos no le alcanzaban apenas para tomarla por la empuñadura. La depositó a su lado, y se inclinó por tres veces en dirección al palacio imperial.
Se desabrochó la parte superior de su quimono y, con la mano comenzó a dar un vigoroso masaje sobre un punto situado a diez centímetros a la izquierda de su ingle, con el propósito de desplazar la piel y las entrañas hacia la derecha, al tiempo que intentaba preparar su mente para lo que iba a hacer a continuación.
Por un momento observó la habitación que le rodeaba. La paz que reinaba en la estancia. De algún modo, -pensó- todo estaba en su lugar y obedecía a un orden; Incluso el cuerpo exánime de su esposa.
Tras la ventana, el jardín zen, en toda su austera y severa belleza insuflaba coraje a su espíritu y, por un momento, fue plenamente consciente de ese sentimiento previo al ritual que había embargado a todos los que habían cometido sepukku antes que él a lo largo de los siglos. Se sintió entonces parte de algo mucho mayor, parte de todo lo que le rodeaba, en una maravillosa sensación de plenitud.
Y supo que había llegado el momento.
Con la mano derecha tomó la espada por su envoltura de seda y situó la punta a un palmo del lugar que ya había preparado con la otra mano. Cerró los ojos e inspiró profundamente.
 El silencio de la mañana se quebró de golpe cuando, emitiendo el grito ritual, hundió en su abdomen la afilada hoja de acero, penetrando a fondo.
De repente, el orden cósmico que le rodeaba hacía unos segundos, estalló en mil pedazos y cada átomo de la habitación comenzó a gritar al mismo tiempo de modo ensordecedor. Por un eterno segundo, su discernimiento se rindió, y no tuvo conciencia de quien era ni lo que había hecho. Tenía la impresión de ser otra persona que soñara lo que allí ocurría, como si estuviese viendo una película ajena a él. Recobró bruscamente la lucidez cuando, en algún lugar profundo en el interior de su abdomen, que casi no podía creer que le perteneciera, surgió un dolor enloquecedor, que crecía por momentos, inundándolo todo al tiempo que la sangre brotaba de la herida formando charcos en los pliegues de su inmaculado quimono.
La heroica voluntad y el férreo coraje de samurai que parecieran tan incuestionables antes de hundir la hoja, se habían agazapado en algún lugar remoto de su conciencia, y luchaban ahora contra un instinto ancestral de supervivencia que les gritaba que su crimen, por grande que fuera, no merecía aquello.
Pero Kiyoshi no lo escuchó.
Apretando los dientes, comenzó a arrastrar la afilada hoja a través de su abdomen con ambas manos, sintiendo temblar violentamente todo su cuerpo, cortando su propia carne. Las entrañas impulsaban la espada hacia fuera con su blanda consistencia de molusco, así que tuvo que valerse de todas sus fuerzas para mantener la dirección del corte. La sangre brotaba de la terrible sección al ritmo del pulso, inundando la esterilla de mimbre, desbordándose por doquier formando un gran  charco a su alrededor, como una gran amapola creciente. Cuando Kiyoshi consiguió pasar la espada hasta el lado opuesto de su vientre, curvó la hoja hacia arriba y empezó un corte ascendente mientras la agonía lo inundaba todo, con cada pulsación, con cada respiración. Súbitamente, su torso, hasta aquel instante un todo compacto, se contrajo violentamente con un horrible sonido, al tiempo que se abría una brecha por la que escaparon las entrañas, haciendo que un hedor que ignoraba que pudiese proceder de él, profanase sus fosas nasales provocando una arcada, que reprimió con un grito ronco.
Sus órganos internos, ajenos a la agonía de su dueño, resbalaban dócilmente, esparciéndose sobre su regazo. Finalmente, con todo el abdomen contraído sobre sí mismo por el dolor, en un último esfuerzo titánico extrajo de su manga un puñal, y se lo clavó en el cuello, seccionando la yugular. Acto seguido la oscuridad llegó al fin como una recompensa, y su cuerpo desarticulado se balanceó hasta quedar de costado en posición fetal, en medio de un enorme charco carmesí.
Silencio.

El orden había vuelto a la habitación tras el breve intervalo de violencia.

La cálida luz del amanecer inundaba ya la estancia, presagiando una 

mañana espléndida. En algún lugar de la casa, un teléfono comenzó a 

sonar. 

 

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CAPITULO 25: “Mono No Aware



Cuando Hiyori Nakashima abrió al fin la puerta, el americano incomprensiblemente estaba allí. Desafiando cualquier lógica Dallas Parker estaba allí de pie. En la misma entrada del apartamento privado cuyo emplazamiento se suponía tan secreto como las mismas claves de Fort Knox y se suponía custodiado por ocho guardias armados. Ignoraba cómo habría podido hallar el lugar, ni el modo en que pudo burlar la permanente vigilancia de los fieros cancerberos de Kenshiro, pero su gabardina y traje estaban empapados y cubiertos de barro y el cabello mojado le caía sobre la frente. Tenía la camisa pegada al cuerpo y los puños y el mentón apretados. Una incipiente barba ensombrecía su rostro y en aquel advirtió una expresión que nunca antes le había visto. Concluyó
que acaso habría de ser la misma que vieran sus púgiles rivales al 

comenzar un combate, pues en sus pupilas brillaba el fuego de la 

resolución con la fuerza de quien está presto a saltar de un acantilado. 

Dallas se acercó y por un instante ella, asustada, no supo lo que él iba a 

hacer. “...Esta noche no habrá malditos malentendidos;” -dijo al fin- “solo 

tienes que decir una maldita palabra y me largaré.”- añadió sin dejar de 

mirarla- “..Pero esta vez no voy a entrar ahí a menos que tú me lo 

pidas;”... “Quiero..”  -ordenó-  “...que me lo pidas por favor.”

Ella aún le miraba desde el umbral. Tenía el ceño algo menos crispado pero la mandíbula aún le temblaba. Hiyori tomó su mano. Estaba fría. “Por favor”; contestó ella al fin. Y le hizo pasar cerrando la puerta tras él. Permaneció unos segundos paralizada con la mano apoyada en la jamba de madera y de espaldas a él, sintiendo que al cerrar aquella puerta cualquiera que fuera su destino había quedado sellado también inexorablemente. Cuando reunió el valor para volverse hacia él se miraron un largo minuto midiéndose el uno al otro, pronunciando tal vez en silencio esas dos palabras que ninguno de los dos había dicho ni tampoco dirían después. Entonces él la abrazó tan fuerte que le hizo daño, mojando su bata, que resbaló hasta el suelo. La besó en la boca con premura, con desesperación. Sus brazos la levantaron en volandas y ella le abrazó con las piernas, deslizando sus dedos por entre sus rizos mojados, besando su frente, mordiendo sus labios ásperos, su cuello ardiente. La tomó en sus brazos, sintiéndola ligera, sintiéndose ligero a su vez, llevándola hasta la cama donde ella de rodillas le desnudaba con prisa de amante, arrancando su ropa mojada, descubriendo su cuerpo lleno ahora de una vida nueva, temblando de deseo. Estaban bailando abrazados sobre el filo de una navaja y ninguno quería saber si aquel desesperado acto de locura sería tambien el último. Pero ambos sabían que pasara lo que pasara después, merecería la pena morir mil veces a cambio de aquel instante. Dallas lo entendería más tarde casi llegando al clímax, cuando dotado de una extraña serenidad comprendió al fin porqué le sonreía aquel anciano en la camilla del hospital. Acaso él lo había sabido también, y no lo había olvidado.
Horas después, Dallas prendió a oscuras uno de sus cigarrillos sin filtro, aún húmedos, aspirando hondamente. Se derrumbó a su lado exhausto sin dejar de abrazarla, como si temiera que pudiese desaparecer como esos objetos que se manipulan en los sueños y se desvanecen en el éter del despertar. La noche había transcurrido entre risas y susurros y las luces se abrían paso mansamente por cada pliegue de las sábanas anunciando el alba. En el exterior la lluvia había vuelto a golpear los cristales con fuerza. Ella yacía con la cabeza recostada sobre su pecho, sintiendo su respiración en la mejilla. El americano le pasó la mano por el cabello, acariciando al pasar la tersa piel de sus omóplatos.
- ...Quisiera que esta noche no acabara nunca.
- ...Entonces seguro que no sería tan hermosa -contestó Hiyori mirando al techo-.
Dallas frunció el entrecejo al tiempo que expiraba el humo en la penumbra de la alcoba...
- Te miro ahora y no tengo idea de lo que pueda estar pasando por esa cabeza tuya.
Hiyori sonrió con ternura y le miró a los ojos.
- ...En Japón -dijo- esperamos durante todo el año tres días de abril para ver la floración anual de los cerezos. Lo llamamos Hanami. En esos tres preciosos días el aire está impregnado de su perfume. Algunos van a verlos el primero, cuando los capullos lucen el despertar de su juventud. Otros el segundo, cuando su belleza alcanza su esplendor. Pero casi todos acuden en familia el último día, cuando las flores empiezan a caer como una lluvia celeste descendiendo a la tierra. Esto nos impide olvidar la naturaleza fugaz de lo bello. Lo llamamos mono no aware; el destino último de todas las cosas.
-“¿...Y tú crees que es ese destino tuyo lo que nos ha unido?” -dijo sin haber entendido nada-
Hiyori no respondió. Con rostro grave Dallas apagó su cigarrillo en un cenicero escrutando la oscuridad.-“...Aún no me has dicho por qué diablos me dejaste pasar”-le dijo- “¿Qué te hizo cambiar de opinión?” Ella volvió a apoyar la cara en su pecho, sonriendo.- “..Cuando era niña” -explicó- “mi abuelo Kaneda me contó un cuento que...”
- “...No puedo creerlo” - la interrumpió riendo y negando con la cabeza – “¿...Es que siempre tenéis un proverbio a mano para cada momento del día? En serio, ¿Cómo diablos lo hacéis, vais tomando notas o que?” Hiyori tapó entre risas su boca con ambas manos, encaramandose a horcajadas sobre él, y continuó.
-“...El cuento, zoquete gaijin, hablaba de un monje que cierto día mientras paseaba por el bosque,  tropezó con un feroz tigre, y muy asustado se puso a correr pero sin darse cuenta llegó al borde de un profundo abismo. Desesperado por salvarse, saltó hasta una rama cercana y quedó colgando sobre el fatal precipicio, incapaz de subir o bajar. -Dallas la escuchaba mirando al techo sin prestar demasiada atención sin reprimir una mueca burlona- ...Mientras se sostenía a duras penas, dos ratones salieron de un agujero y empezaron a roer la rama; Y justo cuando más asustado estaba, vio que en la misma rama de la que se sostenía, crecía una pequeña fresa silvestre. Entonces el monje sin pensarlo dos veces, la arrancó y se la comió.”
Hiyori había conseguido que el americano la mirase al fin, mientras ella, sentada sobre él, parecía querer crear expectación sobre el final de su historia. “...Y aquella fue la fresa más deliciosa que el monje jamás  comió.”  Dallas la miró con cómica expresión desconcertada.
-         “¿..Ya está?... ¿Eso es todo? ¿Y qué diablos pasó con el monje, se salvó o sólo se...?”
-         “...Nosotrosestamos ahora en ese acantilado, Douglas.”-le interrumpió ella-
-         “Y supongo que tú debes ser la fresa.” - Contestó él, quitando seriedad al asunto, tan cerca que pudo sentir su aliento. Entonces la besó de nuevo, hasta que Hiyori se durmió abrazada a él.-
Pasó otro largo rato fumando despierto y mirándola en la penumbra del dormitorio. Miraba el abandono sensual con que su cuerpo respiraba acariciado por la luna, que se desvanecía poco a poco en el azul creciente recordándole que pronto amanecería. Y en aquel instante un exiliado supo con certeza que aquella piel y aquel momento habrían de ser para siempre su última patria.
 

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