lunes, 28 de enero de 2013

CAPITULO 7: “Ray Taggart 


Para cuando el botones del club deportivo Sakamoto atrapa al vuelo las llaves de mi Cádillac ya voy con quince “elegantes” minutos de retraso, así que me cambio a toda prisa y me dirijo corriendo hacia la cancha cubierta de squash donde sostendremos el partido. Al pasar junto al tatami veo de reojo a un grupo de esgrimistas ejecutivos de fin de semana practicar kendo embutidos en brillantes armaduras negras, que
entrechocan en fila sus espadas de madera mientras gritan con toda la

fuerza de sus pulmones entre un estruendo ensordecedor. 

Es increíble. Aquí esto lo enseñan en las escuelas.



Ray Taggart ya está en la pista practicando algunos ejercicios de calentamiento en camiseta y bermudas. Al traspasar el umbral transparente de la cancha nos saludamos con un apretón de manos e intercambiamos las amenazas de rigor antes del encuentro.
Taggart comienza el partido lanzando un misil que se estrella contra la pared blanca del fondo al menos a doscientas millas por hora. Le gusta empezar fuerte; hacerle saber a su adversario contra quien se enfrenta, solo para aflojar poco después desconcertándole. Conozco bien su estrategia porque el bastardo me ha machacado en los últimos diez partidos. 
Desde que alcanzo a recordar, siempre ha existido una sana rivalidad entre Ray y yo. Cuando nos conocimos en la universidad de Stanford, Taggart ya era una leyenda entre los estudiantes de primer grado y ostentaba una merecida reputación de Casanova y bribón consumado. Tuve ocasión de comprobarlo cuando en tercero me robó a mi chica, Roberta, solo por diversión. Simplemente perdí la apuesta. 
A Taggart le gustaba hacerlo hasta extremos increíbles; fútbol, caballos,  boxeo… Ray apostaba a casi todo y lo portentoso era que casi siempre ganaba. Ya por entonces conducía un Ferrari rojo que me volvía verde de envidia.
Ahora bloquea mi drive con la facilidad de un profesional, lanzando un revés que me obliga a chocar de espaldas contra la pared para devolverlo. Pese a ser diez años mayor que yo, en la pista puede manejar a su rival como a una marioneta, y lo sabe muy bien. Taggart es tan bueno jugando al squash como llevando un caso perdido ante un tribunal; se crece ante la adversidad y siempre devuelve el golpe. Solo tienes que pagarle lo suficiente.
Frente a un juez, Ray no tiene rival posible. No solo es agudo y convincente ante el estrado, es caballeroso y ocurrente, un entertainer. Su carisma elegante podría conducir a los miembros del jurado de la cólera justiciera a la compasión con la facilidad de un perro ovejero. Desde que le conocí Ray destilaba una credibilidad de hombre de mundo que te hacía desear entrar en su círculo, ser su camarada. Y en el estrado  engatusaba a las damas del comité con la pericia de un galán de cine y aún convencía al magistrado; de hecho, Taggart podría convencerte de cualquier cosa, con tal que fuese mentira.
Recuerdo como lo admiraba. Y aún lo hago.
Apenas hemos llegado al tercer juego y ya me lleva treinta puntos de ventaja. Lo peor es que sé bien que aún no se emplea a fondo. Le gusta reservarse lo mejor para el final. Apenas llego a bloquear su último revés con toda la fuerza de mi brazo derecho cuando corta la bola en el aire, devolviéndome un golpe de efecto que casi me tira al suelo. Me sonríe con su mirada socarrona para provocarme. Ha ganado algunas libras y algunas canas en su bigote de Burt Reynolds, pero sigue siendo el de siempre. El jodido Ray Taggart.
En Stanford pronto nos hicimos tan inseparables como Batman y Robin. Era osado y creativo y con él cerca las chicas nunca andaban lejos. Aún recuerdo la noche en que se las arregló para convencernos a los chicos y a mí, de robar la maldita campana de bronce renacentista del coro de la universidad con sus cincuenta kilos de peso, solo para dejarla intacta una semana después sobre la mesa del decano. Podrían habernos expulsado, incluso detenido; salió en los periódicos y la policía nos anduvo cerca pero nunca nos pillaron. Ray sostenía entonces que para defender a un criminal había que entender lo que sentía al hacer su trabajo. Roberta me achacaba que desde que lo frecuentaba no había vuelto a ser el mismo. Y tenía razón. Aprendí de él todo lo que sé. O casi. 

Admito con sonrojo que al abordar mis primeros casos intenté imitarle. Traté de emular torpemente lo que él hacía ante el tribunal, su estilo, su desenvoltura, pero pronto aprendí dolorosamente que solo Taggart puede hacer lo que él hace. Pero a falta de elegancia yo disponía de otras armas. Aprendí a estar atento; a ser espabilado y oportunista echando por tierra las pruebas del fiscal, aferrándome a cada defecto de forma, a cada resquicio legal por pequeño que fuera. Y aprendí al fin, que el diablo está siempre en los detalles.
Tuve ocasión de demostrárselo cuando años después ya en Detroit, derribé su acusación ante el tribunal, derrotándole en el caso del estado contra Lucca Verino; cuando una semana más tarde aquel spaghetti engominado y grasiento salió libre y sonriente con solo una fianza de mil dólares, Taggart apenas podía creerlo. Aquella apuesta la gané yo. 
Y aún le llevo ventaja.
El parqué de madera retumba y rechina bajo mis zapatillas cuando consigo al fin alzar una volea que casile coge por sorpresa. Lo increíble es que aún estamos al principio del tercer juego y yo estoy a punto de desfallecer; mis pulmones parecen fuelles agujereados, mis músculos piden clemencia y él nada, apenas sudor. Por más que me esfuerzo no consigo evitar que siempre marque el ritmo. 
Después del caso Verino le perdí la pista durante mucho tiempo. No volvimos a vernos hasta que coincidimos casualmente en Tokio hace dos años, en pleno aeropuerto de Narita en hora punta. Cosas que ocurren.
Ahora Taggart trabaja como asesor jurídico transoceánico para la Koga Corporation, una multinacional constructora con sede en Tokio. Al parecer paralelamente lleva con su habitual eficacia unos casos de desahucio al norte de la isla que están proporcionando a la Koga  pingües beneficios.
En Japón como en cualquier isla, el valor del suelo está por las nubes y Taggart estaba ganando terreno a cualquier precio. Ahora conduce un ostentoso Lamborghini y tiene una casa impresionante pero aún gana la mitad que yo. Me gusta recordárselo siempre al final del partido, especialmente cuando pierdo.
Ahora es su momento. Con tres golpes de libro sentencia el quinto juego derrotándome por cuatro juegos a uno. Me siento en el suelo con la espalda apoyada en la pared y la camiseta empapada en sudor. Trato de recuperar el resuello, mientras Ray me cuenta en voz baja el último chiste étnico de japoneses que ha oído en la oficina y me invita a asistir a una representación de Kabuki en Ginza junto a su nueva novia, una estudiante americana. Al parecer, al bueno de Ray ahora le gustan jovencitas. Por supuesto le acepto el convite, antes de entrar al fin en los elegantes vestuarios del club a tomar la ducha y el masaje que ambos necesitamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog