martes, 16 de abril de 2013


CAPITULO 26: “El amanecer y el ocaso


 (NOTA: Este capítulo puede no ser apto para personas impresionables)
 Kiyoshi Takayama, aún presidente en funciones de la Banca Takayama, no había pegado ojo en toda la noche, si bien era cierto que ni siquiera lo había intentado. Aún resonaban vívidamente en su cabeza los ecos de los flashes de la tarde anterior, cuando, en una multitudinaria rueda de prensa convocada por él mismo, se había disculpado públicamente ante las cámaras de las televisiones de todo Japón por la precipitada fusión de su empresa con la Nakashima International. Con lágrimas en los ojos, había asumido toda la culpa por las posibles consecuencias que este hecho vergonzoso pudiese ocasionar a los hombres y mujeres bajo su cargo y responsabilidad. Con emotivos golpes de pecho sobre su negra americana, golpes que tal vez habrían resultado ridículos a un observador occidental, había achacado tan solo a su debilidad personal la pérdida del
control de su empresa, implorando el perdón de aquellos a los que había dejado, a su entender, en la estacada.
Ahora, trece horas después, la calma había vuelto a instaurarse en su espíritu, después de haber pasado toda la noche en vela, sumido en la meditación. Kiyoshi estaba preparándose para el encuentro ineludible al que debería acudir aquella mañana.
Afuera, faltaba aún una hora para que las primeras luces del alba iluminaran el jardín de su residencia privada, en las afueras de la ciudad. Se levantó de la esterilla de mimbre sobre la que había estado meditando, y se dirigió al cuarto de baño. Allí se despojó de la ropa y se sumergió en el humeante Jacuzzi.
Acto seguido apareció ella.
Misaki era su esposa, y lo había sido durante los últimos veinte años. Al igual que su marido, había pasado toda la noche meditando en sus habitaciones privadas.
Ahora estaba preparada. Despojándose de su quimono de seda se sumergió junto a su esposo en la humeante bañera. Ambos se miraron largamente, con la espalda apoyada en el borde, relajándose por efecto de la calidez del agua y el vapor, que ascendía empañando el tragaluz del techo, por el que aún se podían contemplar las estrellas. Hacía muchos años que en los ojos de Misaki no anidaban de aquella manera el amor y el respeto hacia su esposo. En sus pupilas había incluso deseo. Tal vez un deseo ardiente.
Por un momento pensaron en hacerlo allí mismo, pero algo les detuvo. No eran el lugar ni el momento  adecuados.
Con calma, empezaron a enjabonarse mutuamente, frotando cuidadosamente sus cuerpos con una esponja marina. A continuación, la mujer tomó una afilada navaja, y empezó a rasurar con esmero el cuerpo y el rostro de su marido, en un acto purificador que continuó en el suyo propio. Después, ambos se bañaron nuevamente y se vistieron en silencio.
Kiyoshi  Takayama se peinó ante el espejo. Su rostro era la viva imagen de la serenidad. Por un instante desvió la mirada hacia su esposa. Estaba realmente hermosa envuelta en aquel kimono blanco. Sus recuerdos le llevaron días atrás, justo al momento en que, durante el transcurso de una cena íntima le había confesado a Misaki el verdadero motivo de su fusión con el clan Nakashima. Y le había comunicado asimismo, su decisión irrevocable de asumir sus responsabilidades.
Kiyoshi estaba ya tan acostumbrado al trato con extranjeros, que había esperado de ella una reacción occidental. Se había equivocado. Lo que más le sorprendió de su conducta, no fue la serenidad con la que recibió la noticia de su vergonzoso adulterio, como si lo hubiese sabido desde el principio, ni la tranquilidad con que asumió la decisión de su marido. Fue la entrega que percibió en sus ojos cuando le dijo que permanecería a su lado hasta las últimas consecuencias. Parecía que aquel ritual que iban a emprender juntos, les hubiera devuelto intactos, no solo el honor perdido, sino también el amor primero que ambos habían sentido el uno por el otro desde el día en que se conocieron. Era como si aquella acción romántica y desesperada fuera a devolverles lo que la existencia erosionante y gris les había arrebatado poco a poco. Kiyoshi se vistió con un elegante quimono de blancura refulgente, y se dirigió con paso sereno y pausado hacia el mejor salón de su casa. A su espalda le seguía su mujer.
El salón disponía de un amplio ventanal orientado hacia el este, que comunicaba con un bellísimo jardín zen japonés. Era el lugar perfecto para la ceremonia. Sobre la rama de uno de los cerezos, un jilguero cantaba despreocupado, ajeno al drama que se avecinaba.
Las primeras luces del amanecer habían comenzado a asomar tras el horizonte, y ambos sabían que había llegado la hora.
El empresario  se arrodilló en el centro de la habitación. Su esposa lo hizo frente a él a la distancia ritual. Entre ambos se extendía una esterilla de mimbre con una pequeña bandeja y dos cuencos de sake. A su lado había dos rollos de papel de arroz atados por un lazo negro. Uno era una carta de despedida a sus respectivos padres, en disculpa por el sufrimiento consabido de precederles en su defunción. El otro era un poema de despedida manuscrito por ambos, para ser abierto solo tras su muerte. A la derecha de Kiyoshi, en el suelo, sobre un lienzo blanco de seda, reposaba el hermoso ejemplar de katana con el que iba a cometer sepukku.
Kiyoshi miró de nuevo a su mujer. Era ahora al verla allí, envuelta y rodeada por la blancura y la serenidad, erguida frente a él, mirándole sin atisbo de temor en sus hermosos ojos negros, cuando apreciaba sin género de dudas la nobleza de su procedencia. Misaki era hija de una de las familias samuráimás antiguas del norte de Konsu, con todo lo que ello conllevaba en cuanto a condición y orgullo de casta. Estaba tan orgulloso de ella que apenas podía contener las lágrimas. Con ambas manos, le tendió uno de los cuencos de sake; él, a su vez, tomó el suyo y bebieron. El cuenco de Misaki contenía una dosis letal de cianuro capaz de aniquilar a cualquiera en breves segundos. Mientras bebía, la mujer sostenía la copa con decisión y firmeza, dispuesta a cumplir con su deber como correspondía a alguien de su casta, tal como su abuela o su bisabuela lo hubieran hecho si hubiera sido preciso. Había sido educada desde niña para este momento.
Y ya no había vuelta atrás.
Pese a todo, no había en su mente reproche sino admiración hacia su marido, pues sabía que el sacrificio que a él le esperaba era con todo, muy superior al suyo. Misaki era una mujer japonesa, y en su postrera mirada a su esposo estaba condensada la esencia del mundo ancestral en el que vivía, indescifrable y hermoso, inalterable como una montaña y tan frágil como una burbuja de jabón. Se extinguió en silencio, sin quejarse, curvándose sobre su vientre en suaves y cadenciosas contracciones, hasta quedar exánime con la cabeza apoyada en el suelo.
Recitando silenciosamente una oración por su alma, dirigió una última mirada al cadaver de su esposa. Acto seguido, desenvainó la espada y embalsamó la hoja con el lienzo de seda, enrollándola varias veces al objeto de no cortarse los dedos al empuñarla, pues sus cortos brazos no le alcanzaban apenas para tomarla por la empuñadura. La depositó a su lado, y se inclinó por tres veces en dirección al palacio imperial.
Se desabrochó la parte superior de su quimono y, con la mano comenzó a dar un vigoroso masaje sobre un punto situado a diez centímetros a la izquierda de su ingle, con el propósito de desplazar la piel y las entrañas hacia la derecha, al tiempo que intentaba preparar su mente para lo que iba a hacer a continuación.
Por un momento observó la habitación que le rodeaba. La paz que reinaba en la estancia. De algún modo, -pensó- todo estaba en su lugar y obedecía a un orden; Incluso el cuerpo exánime de su esposa.
Tras la ventana, el jardín zen, en toda su austera y severa belleza insuflaba coraje a su espíritu y, por un momento, fue plenamente consciente de ese sentimiento previo al ritual que había embargado a todos los que habían cometido sepukku antes que él a lo largo de los siglos. Se sintió entonces parte de algo mucho mayor, parte de todo lo que le rodeaba, en una maravillosa sensación de plenitud.
Y supo que había llegado el momento.
Con la mano derecha tomó la espada por su envoltura de seda y situó la punta a un palmo del lugar que ya había preparado con la otra mano. Cerró los ojos e inspiró profundamente.
 El silencio de la mañana se quebró de golpe cuando, emitiendo el grito ritual, hundió en su abdomen la afilada hoja de acero, penetrando a fondo.
De repente, el orden cósmico que le rodeaba hacía unos segundos, estalló en mil pedazos y cada átomo de la habitación comenzó a gritar al mismo tiempo de modo ensordecedor. Por un eterno segundo, su discernimiento se rindió, y no tuvo conciencia de quien era ni lo que había hecho. Tenía la impresión de ser otra persona que soñara lo que allí ocurría, como si estuviese viendo una película ajena a él. Recobró bruscamente la lucidez cuando, en algún lugar profundo en el interior de su abdomen, que casi no podía creer que le perteneciera, surgió un dolor enloquecedor, que crecía por momentos, inundándolo todo al tiempo que la sangre brotaba de la herida formando charcos en los pliegues de su inmaculado quimono.
La heroica voluntad y el férreo coraje de samurai que parecieran tan incuestionables antes de hundir la hoja, se habían agazapado en algún lugar remoto de su conciencia, y luchaban ahora contra un instinto ancestral de supervivencia que les gritaba que su crimen, por grande que fuera, no merecía aquello.
Pero Kiyoshi no lo escuchó.
Apretando los dientes, comenzó a arrastrar la afilada hoja a través de su abdomen con ambas manos, sintiendo temblar violentamente todo su cuerpo, cortando su propia carne. Las entrañas impulsaban la espada hacia fuera con su blanda consistencia de molusco, así que tuvo que valerse de todas sus fuerzas para mantener la dirección del corte. La sangre brotaba de la terrible sección al ritmo del pulso, inundando la esterilla de mimbre, desbordándose por doquier formando un gran  charco a su alrededor, como una gran amapola creciente. Cuando Kiyoshi consiguió pasar la espada hasta el lado opuesto de su vientre, curvó la hoja hacia arriba y empezó un corte ascendente mientras la agonía lo inundaba todo, con cada pulsación, con cada respiración. Súbitamente, su torso, hasta aquel instante un todo compacto, se contrajo violentamente con un horrible sonido, al tiempo que se abría una brecha por la que escaparon las entrañas, haciendo que un hedor que ignoraba que pudiese proceder de él, profanase sus fosas nasales provocando una arcada, que reprimió con un grito ronco.
Sus órganos internos, ajenos a la agonía de su dueño, resbalaban dócilmente, esparciéndose sobre su regazo. Finalmente, con todo el abdomen contraído sobre sí mismo por el dolor, en un último esfuerzo titánico extrajo de su manga un puñal, y se lo clavó en el cuello, seccionando la yugular. Acto seguido la oscuridad llegó al fin como una recompensa, y su cuerpo desarticulado se balanceó hasta quedar de costado en posición fetal, en medio de un enorme charco carmesí.
Silencio.

El orden había vuelto a la habitación tras el breve intervalo de violencia.

La cálida luz del amanecer inundaba ya la estancia, presagiando una 

mañana espléndida. En algún lugar de la casa, un teléfono comenzó a 

sonar. 

 

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