miércoles, 24 de abril de 2013


CAPITULO 29: “Las malas noticias



Dallas Parker descendía a solas en el ascensor privado de Kenshiro con el rostro crispado. Apenas abandonar el despacho, ya se había desabrochado la corbata y estaba apoyado contra el cristal del ascensor, tal que si acabara de librar un duro combate. Por un instante se acordó de las sabias palabras que su tío Frank solía repetir entre dientes cada noche que volvía a casa ebrio y sin un centavo; “...Tiene gracia chico, lo fácil que uno pasa de ganarlo todo, a estar de mierda hasta el cuello...” Pero como de costumbre, la sabiduría de su difunto tío no le fue de gran ayuda.

El americano prendió uno de sus cigarrillos sin filtro, pese a que apenas hacerlo, una amable voz electrónica femenina le recordó en japonés que estaba prohibido fumar. Dallas masculló una obscenidad en inglés y aspiró con una avidez que se parecía demasiado a la pura desesperación.
La entrevista semanal con Kenshiro había resultado mucho más tensa y corta que de costumbre.
La conversación había arrancado con una breve y fría alusión a la “...desgraciada e inoportuna muerte del señor Takayama” apenas una semana atrás. Paradójicamente un en apariencia comprensivo Kenshiro no parecía culpar a nadie en absoluto del suicidio del empresario, si bien, tácitamente esto último no estaba tan claro. Dallas siguió la breve entrevista exponiendo al detalle sus impresiones acerca del doctor Sakata, así como exagerando los escasos progresos en la investigación sobre su persona. Sabía bien que no tenía nada consistente, pero exhibió como carta ganadora ciertos rumores que había podido confirmar solo a medias, sobre un supuesto tráfico de cadáveres en torno a la clínica. Pero ni siquiera esto pareció obtener alguna respuesta positiva del Oyabún
El fantasma de Takayama había planeado entre ambos de forma casi tangible durante toda la reunión. Su “inoportuna” inmolación, había empañado una operación legal que habría resultado casi perfecta. El banquero bien podría haber dejado  algún documento acusatorio y pese a sus contactos en el cuerpo policial, la investigación consecuente podía ser muy perjudicial para el Clan Nakashima. Posiblemente alguien ajeno a la idiosincrasia nipona, no habría visto el menor signo de reproche en el anciano, que sonreía y asentía ante cada exposición del americano tal y como siempre solía hacer. Pero en aquellos tres años Dallas había aprendido a leer subrepticiamente bajo el hielo de la sonrisa de Kenshiro y lo que veía no le gustaba nada.
Su silencio era lo que más le inquietaba.
Los japoneses eran maestros en el arte de la comunicación no verbal; para ellos interpretar los silencios resultaba tan importante como entender las palabras. Era un idioma paralelo del gesto y la emoción contenida por cortesía o respeto, que el interlocutor estaba obligado a interpretar dentro de un contexto sutil. Kenshiro le escuchaba mientras respiraba a través de sus dientes al sonreír. Este era el velado modo en que expresaba su desaprobación. Y Dallas le había visto hacerlo varias veces. Por si fuera poco, al salir se había cruzado con Katsuo, que de nuevo le había mirado de aquella manera extraña.
Últimamente parecía mostrarse más cortés hacia él, acaso por indicación expresa del Oyabún, pero aquella mirada de hoy le había helado la sonrisa burlona con la que solía corresponderle.
Más relajado al abandonar el edificio, Dallas salió del aparcamiento conduciendo su Cádillac. Tal vez estuviera volviéndose un paranoico, después de todo. Entonces recordó que ni siquiera se había despedido de Hiyori la noche que estuvieron juntos, y se preguntó fugazmente si aún tendría tiempo de hacerle una visita aquella misma mañana, aprovechando que tenía localizados en el edificio Nakashima a Katsuo y Kenshiro. Finalmente desechó la idea y optó por llamarla mas tarde. Tenía algo muy importante que decirle y precisaba de más tiempo para elegir sus palabras.
En el cruce del semáforo contempló desapasionadamente como un grupo de escolares cruzaba por el paso de peatones, todos vestidos igual, con los mismos chubasqueros amarillos, y se sorprendió recordando con nostalgia el viejo piso de su tío Frank en Tennessee. Era extraño. Últimamente había estado acordándose de su país con mayor frecuencia. Incluso de las sucias avenidas de su odiado Detroit. Era la primera vez que lo recordaba con nostalgia en todos los años que llevaba en Japón. Siempre se había considerado a sí mismo un apátrida libre de cualquier atadura, y aquella nueva sensación era novedosa a la vez que indeseada.
Entretanto, ochenta pisos más arriba en el despacho de Kenshiro, Katsuo había visto salir del aparcamiento como un punto rojo el llamativo sedán del gaijin con la expresión del  ave de presa que ve salir a la rata de su madriguera. Kenshiro le miraba  con rictus vagamente expectante:
-         “...Creo que habías mencionado que tenías algo que mostrarme, Katsuo. Espero que sea algo realmente importante porque tengo la mañana ocupada.”
Katsuo no contestó; se limitó a acercarse lentamente hasta la enorme mesa, casi eclipsando el sol con su oscura presencia. Acto seguido extrajo un sobre marrón del bolsillo de su americana y lo tiró despectivamente sobre la mesa. 
 

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