martes, 23 de abril de 2013


CAPITULO 28: “Caramelo amargo



Uno de los tubos fluorescentes en el techo del desierto vagón no cesaba de parpadear con el constante traqueteo del metro; Eran las once de la noche, y a esas horas la linea Ueno era una de las menos transitadas, y también una de las menos recomendables. Recostada en uno de los asientos, una derrotada Miyoko sollozaba en silencio. Llevaba puestos sus auriculares a todo volumen, como si la estridente avalancha de Techno-
Rave pudiera ahogar el dolor que oprimía su jóven corazón. El rímmel de sus ojos se había corrido por las lágrimas y los chorreones negros bajaban por sus mejillas. Iba vestida o casi disfrazada con un coqueto uniforme azul de colegiala de falda plisada y coletas color violeta y los pies no le llegaban al suelo. Aquella noche la menuda Miyoko parecía más que nunca una niña perdida en aquella extraña ciudad. Hacía solo una hora que había salido de su apartamento en silencio, cerrando la puerta con sumo cuidado. Hacía dos que había abandonado el salón de tatuajes Blue Iguana con un pequeño dibujo de un hada en su nalga izquierda. Era su regalo secreto para Casey. Para su pequeña y tontita amiga gaijin. Había corrido a enseñárselo aquella tarde porque sabía bien que estaría estudiando en casa como hacía siempre. Quería darle una sorpresa; Hacerla sonreir, como siempre conseguía a pesar de que a veces las cosas se torcieran. Deseaba hacerle saber lo que aquella noche en el parque había significado para ella. Sabía bien que no tenía derecho a esperar nada; Sabía que su amor pertenecía a otro, y no debía fantasear con tenerla para sí. ¿Por qué entonces su corazón se había roto de aquel modo cuando la encontró durmiendo abrazada a él? ¿Por qué se había sentido tan humillada, tan dolida de ver con sus propios ojos a aquel viejo ruin, aquel intruso odioso respirar junto a ella con su cabeza reposando sobre su pecho? Ella sabía que aquel hombre no era bueno. Podía verlo en sus ojos cuando la miraba. ¿Por qué se sintió tan sucia de no ser capaz de marcharse; de quedarse media hora en aquella habitación llorando en silencio, viendo como ambos dormían despreocupadamente? Nunca en su joven vida recordaba haber odiado y envidiado tanto a alguien al mismo tiempo. Ni se había sentido tan profundamente desgraciada.
El tren había parado en una estación. Miyoko lloraba con la cara entre las manos. De pronto vio unos pies frente a ella en el asiento de enfrente. Un anciano había entrado y se había sentado allí, dejando su bolsa de la compra rebosante de fruta en el asiento contiguo. Vestía un grueso y viejo jersey gris, y llevaba el abrigo doblado en la mano. Le miró con profunda compasión a través de sus gruesas gafas de concha. El vagón se puso en movimiento. Ambos se observaron en silencio; Parecía que el desconocido quisiera decir algo, acaso dar algún consejo o consuelo, pero no dijo nada. Con una cansada sonrisa, se llevó la mano al bolsillo y extrajo un caramelo; acaso destinado a otra persona; una nieta tal vez. Se sentó junto a ella y lo puso en sus pequeñas manos sin decir nada. Tal vez el maduro pensionista hubiera pensado que aquella desolada mujer era realmente una pequeña necesitada de consuelo y cariño. Miyoko apoyó su cabeza en el hombro del anciano, como lo haría una niña con su abuelo. El hombre olía a gel de baño y pastillas de eucalipto.

El metro continuó su agitada marcha en dirección a Ueno; Entre el 

sedante sonido del vagón, el anciano, inopinadamente bajó su mano hasta 

la blanca rodilla de Miyoko, acariciándola bajo la falda plisada. Su rostro 

miraba al frente, hacia el reflejo de ambos en la oscura ventanilla del tren.

 Su respiración se aceleró sonoramente mientras Miyoko, sin pudor 

alguno, deslizaba su mano bajo el abrigo que el anciano había situado 

oportunamente sobre su propio regazo. Los minutos pasaban y la joven 

movía su mano vivamente bajo el gabán mientras una voz en japonés 

anunciaba ya por megafonía la proximidad de la siguiente estación. 

Súbitamente, el hombre suspiró, dejando caer su cabeza hacia atrás y 

respirando hondamente. Miyoko sabía bien que el viejo señor Takanashi 

no necesitaba demasiada estimulación para llegar al final. Las puertas se 

abrieron y el anciano, acalorado y acaso avergonzado recogió su bolsa de

fruta y se marchó como siempre, sin decir palabra. No sin antes dejar 

unos billetes en el asiento junto a Miyoko. La joven los contó y guardó en

 su diminuto bolso, del que extrajo su teléfono móvil para consultar la hora. 

Tal vez aún tuviera tiempo de pasar por Prada y agenciarse aquella 

cazadora a la que le había echado el ojo hacía semanas.

 

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