lunes, 25 de febrero de 2013


CAPITULO 9: “La corbata perdida de 
Toshiro Fukuda


Toshiro Fukuda miró primero a ambos lados, y salió con disimulo de uno de los reservados del  baño para empleados de su empresa, tratando de esconder una revista para adultos entre un puñado de fotocopias. Llevaba allí más de un cuarto de hora y había tenido tiempo hasta de dibujar un elaborado pequeño graffity obsceno con rotulador. Al pasar frente al espejo sin querer se vio de refilón; "Oh,mierda" -pensó- Había olvidado afeitarse otra vez. El señor Kurashima, su supervisor, ya le había dado un serio aviso sobre el pendiente en su oreja la semana anterior, así que
 sabía que tendría que andarse con ojo. Se ajustó la corbata de broche de su padre que le quedaba pequeña, dejando ver el elástico a ambos lados del nudo simulado y alisó sin mucho empeño con la mano las arrugas de su chaqueta. El caso es que al chico, de apenas dieciocho años pelo hirsuto al cepillo y barba de tres días, su apariencia física le traía del todo sin cuidado. “...Si alguien robara todos los espejos de la casa...” -solía lamentarse su oronda madre- “...mi querido Toshiro no los echaría de menos” Y desde luego la higiene personal tampoco era su prioridad, así que abandonó el retrete sin lavarse las manos.
El joven paseaba con desgana su corpulenta y desgarbada figura un día más a través del interminable pasillo de la sección de contabilidad de su empresa en dirección a su espacio personal de trabajo o por definirlo más propiamente, su jaula. La del gorila en concreto, ya que así era como todos le apodaban en el instituto; “Gorila perezoso” Fukuda. A ambos lados del corredor iluminado por tubos fluorescentes, se extendía una enorme oficina multifunción como tantas otras en Tokio; Un infinito laberinto de cubículos individuales de trabajo color beige, de cuatro metros cuadrados, exactamente idénticos, de los que de vez en cuando, asomaba una cabeza cuando alguien se levantaba. Al final del pasillo, la implacable máquina de fichar obligatoria al entrar y salir, justo bajo un cartel luminoso con esa idílica palabra que cada día ansiaba más leer: “SALIDA”; Pero Toshiro sabía que aún quedaban seis largas horas por delante, así que no se hacía demasiadas ilusiones.
Al llegar a su pieza, dejó caer su corpachón de metro ochenta sobre una silla ergonómica, que evidentemente no había sido diseñada para alguien de su peso. Frente a él, los taciturnos testigos de su aburrimiento cotidiano: El teléfono semi enterrado entre facturas arrugadas, el ordenador tapizado de post-itscon fechas de entrega, y algunas fotos clavadas con chinchetas en el panel que separaba su cubículo del siguiente. En ellas se veía un sudoroso Toshiro, con la corbata anudada en la frente, cantando en un karaoke abrazado a alguno de sus compañeros de trabajo, evidentemente tan ebrio como él. Las juergas de los viernes eran lo único que soportaba de su empleo allí, pero incluso aquello ya no le motivaba; Algunos de sus colegas habían empezado a murmurar a sus espaldas y a hacerle el vacío, por su evidente apatía hacia el trabajo y su congénita torpeza. Toshiro suspiró, inclinó la silla y miró por encima del hombro a su derecha a través de  la apertura del cubículo. Su compañero de al lado, Fushiro, continuaba absorto frente a la pantalla. Llevaba horas oyéndole teclear sin parar ante su impoluto computador, y su cubículo estaba siempre infinitamente más ordenado y limpio que el suyo. “...Este canijo de Fushiro no se levanta ni para mear”  -pensó mientras negaba con la cabeza- “...y el muy idiota aún se quedará tres horas más trabajando gratis, después de cerrar...” Por más que lo intentara, Toshiro no podía entender esa extraña obsesión por el kaizen, la “mejora constante en el trabajo” que movía a sus disciplinados compañeros hasta niveles inauditos de entrega laboral. Llevaba allí casi un año pero no acababa de encajar. La única razón por la que acudía cada mañana era para agradar a su viejo padre el pescadero del barrio, que había tenido que pedir demasiados favores para conseguirle aquel buen empleo de oficina “donde no le olieran las manos al final del día”. Toshiro adoraba a sus padres por encima de todas las cosas. Pero echaba de menos la pescadería, y en el fondo le daba igual que le olieran las manos.
A hurtadillas, asomó la cabeza por la apertura de su minúsculo despacho para intentar localizar la reluciente calva del señor Kurashima, que siempre estaba de pie, supervisando el trabajo en los cubículos o coqueteando con las empleadas. Estaba ocupado sermoneando a Izanagi, un freak de los comics manga, afeminado y con gafas, que se sonrojaba con increíble facilidad. Uno de los pocos que aún le dirigían la palabra a Toshiro; Este, calculó que el supervisor aún estaría ocupado con el “rarito” de Izanagi tiempo más que suficiente para poder jugar una partida rápida de su video juego favorito, "El Shogun de la muerte", que había instalado clandestinamente en su ordenador de trabajo.
Llevaba Toshiro un buen rato avanzando por un campo de batalla virtual seccionando cabezas de guerreros enemigos con su implacable espada samurái, cuando oyó un ruido justo tras él. Entonces, una sombra amenazadora sobre su escritorio le hizo comprender que alguien muy real y nada virtual, estaba de pie justo a su espalda.
Antes de que pudiera volverse, una mano como una garra se posó sobre su hombro sobresaltándole, confirmando a la vez sus peores sospechas: le habían pillado in fraganti.
Toshiro, con el rostro contrito y la boca reseca, tartamudeaba intentando formular alguna disculpa para el señor Kurashima, cuando una voz familiar y un sonoro palmetazo en su nuca regordeta le devolvieron la sonrisa;
 “... ¿Solo treinta miserables soldados y ni siquiera has llegado al castillo del Shogun? ¡Cuando jugabas conmigo matábamos más de doscientos, Gorila perezoso!”
Rocky Yoshikawa, con su camisa hawaiana de Elvis y sus gafas de sol, estaba de pie sonriéndole justo a su lado. Toshiro, entre risas, abrazó efusivamente a su delgado amigo, casi levantándolo del suelo.
-         ¡Rocky viejo bribón! ¿Cuándo te han dejado salir?
-         ¡..Bah! es una larga historia -dijo restándole importancia-  larguémonos de este antro y te la cuento.
-         ...Pero... no puedo, Rocky-contestó con los ojos muy abiertos- ¡si me ve contigo el señor Kurashima, me la cargo!
Rocky sabía bien que su viejo camarada, que se mordía el labio inferior y le miraba con la expresión culpable de un perro que se acaba de mear en la alfombra, se encontraba ante un serio dilema moral. Por fortuna, también sabía exactamente que teclas debía pulsar para convencer a su mejor amigo de casi cualquier cosa.
“¿...Me estás diciendo -dijo mientras le miraba por encima de sus gafas ahumadas- ...que no tienes tiempo para tomar un trago con tu viejo amigo Rocky en el puente de la cerveza?”
El nervioso señor Fukuda volvió a asomar furtivamente la cabeza fuera de su cubículo. El supervisor seguía dándole la tabarra a Isanagi, que asentía una y otra vez haciendo pequeñas reverencias con la vista en el suelo, colorado como un tomate. A Toshiro la corbata le apretaba cada vez más; llevaba un buen rato haciendo inconscientemente el gesto de aflojarla, aún indeciso. Miró una vez más la calva de Kurashima, miró de nuevo a Rocky, y finalmente se la arrancó de un tirón arrojándola sobre la mesa, desde donde resbaló hasta la papelera. Agachados como indios apaches acechando un convoy, Rocky y Toshiro se escabulleron por el largo pasillo hasta la salida, corriendo entre risotadas los últimos metros. 
 

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