CAPITULO 11: “La mujer del jardín"
Eran las doce del mediodía de un soleado domingo cuando el aerotransporte privado de Kenshiro se posó suavemente en el helipuerto situado en la misma azotea de la Torre Nakashima.
Dallas Parker se aproximó agachado al plateado aparato con un pequeño maletín en la mano, lamentando no haberse peinado con gel fijador aquella mañana; el vendaval producido por la doble hélice agitaba sus rubios cabellos casi tanto como arrugaba su traje gris de Armani. Tras recoger a su elegante pasajero el imponente artefacto se elevó rápidamente sobrepasando en segundos los inmensos rascacielos de Shinjuku, mil metros por encima del caos urbano.
Hacía un día casi primaveral y pese a tener que soportar el infecto olor a colonia barata de los dos gorilas que el Oyabúnhabía enviado a recogerle, Dallas disfrutaba como un niño de la impresionante vista de Japón desde el aire. Ni aún bajo tortura lo habría reconocido, pero era la primera vez en su vida que subía a un helicóptero.
La ultra moderna aeronave se dirigió hacia el oeste sobrevolando Koganei en dirección a la mansión privada de Kenshiro situada en las afueras. Su jefe solo acudía allí los fines de semana, ya que durante la misma, residía con su esposa en un lujoso apartamento del centro.
Aquella mañana Dallas había sido invitado a disfrutar de un almuerzo informal en compañía del Oyabún y su mujer, o al menos, todo lo informal que puede ser un almuerzo en Japón y con japoneses. El americano había pasado más de una hora ante el espejo tratando de elegir el vestuario apropiado. Aquella era una deferencia inaudita para con cualquiera de sus hombres de confianza, sobre todo tratándose de un gaijin, un extranjero. La casa de un japonés es su santuario, y en parte aquel honor era debido al reconocimiento que el Oyabún concedía a su trabajo, en especial a la reciente adquisición de la banca Takayama, a la que el clan había acechado sin éxito durante décadas.
Dallas fue el primero en avistar la casa desde el aire. Kenshiro vivía en una elegante mansión de madera construida en el feudo particular de su familia, que databa de principios de siglo pasado. La estructura de tres pisos y amplios aleros, reproducía el estilo japonés primitivo de Kamakura, y se alzaba en mitad de un hermoso jardín ornamental de cerezos, arces enanos y cedros japoneses.
Emplazado en la parte trasera había un pequeño helipuerto cuya “H” se fue haciendo mayor a medida que el transporte descendía hasta tocar tierra. Junto a la pista esperaban otros dos yakuzasarmados con subfusiles que tras el registro y la reverencia protocolaria, le rogaron que les acompañara. Dallas se ajustó sus RayBan y juntos caminaron a través de un extenso y cuidado jardín oriental. En el suelo, piedras lisas de pizarra de diferentes tamaños se intercalaban formando un sendero aparentemente casual, entre helechos recortados, azaleas y rododendros. En el centro del vergel, frente a un invernadero de estilo inglés dotado de amplias vidrieras, se hallaba sentado Kenshiro, ataviado con un traje blanco de lino colonial. El Oyabún se levantó a saludarle cordialmente al estilo occidental.
- Ohayo gozai-masu, Dallas-san. Un día precioso, ¿no le parece?
Por un momento, Dallas se equivocó e hizo un amago de reverencia que completó, azorado, con un apretón de manos. Ambos se sentaron en sillones de mimbre frente a una mesa occidental, mientras contemplaban el magnífico edén del que Kenshiro estaba netamente orgulloso.
La conversación comenzó de forma protocolaria hablando del tiempo, tal como Dallas esperaba. El Oyabún había preferido almorzar al aire libre, pues a causa de la perenne niebla industrial había hecho tan poco sol últimamente que había que aprovecharlo al máximo. La mejor época en Japón era de abril a mayo, pero la primavera aún estaba lejos.
Casi inevitablemente, al cabo de un rato los dos hombres comenzaron a hablar de golf, la obsesión recurrente más común entre los financieros japoneses. A Kenshiro le había costado más de un millón de dólares americanos hacerse socio numerario del club de campo Shinagawa, el más prestigioso del país. Aquel cuya tarifa por el uso de las instalaciones sobrepasaba lo exorbitante hasta alcanzar lo ridículo. Su posición como Oyabún le había hecho pasar por delante del casi centenar de hombres en lista de espera. En realidad, Dallas odiaba el golf, igual que la mayoría de los deportes de sociedad, pero había aprendido lo bastante para poder seguir sin problemas el hilo de la predecible conversación de Kenshiro. Justo entonces, a través de una puerta corredera, apareció Hiyori Nakashima, la esposa del Oyabún. Dallas tan solo la conocía a través de la fotografía que su jefe tenía enmarcada en la mesa de su escritorio;
Aquella mañana llevaba un elegante kimono de seda que por su espléndida factura, debía tener al menos cincuenta años; sobre un fondo azul oscuro se entrecruzaban flores doradas en un exquisito diseño. El oscuro cabello brillaba a la luz del día, recogido en un elaborado moño sobre la cabeza, sujeto por una fina aguja de marfil tallado. El delicado rostro de óvalo perfecto, aún dejaba entrever los rescoldos de un rubor adolescente en sus mejillas. Tenía el talle esbelto, pero a la vez sinuoso y fuerte, como un árbol joven que hubiera sobrevivido a los vientos y a la nieve.
Tras ella surgieron cuatro geishas que con mecánica coordinación, fueron distribuyendo sobre la mesa los cuencos de loza negra, de forma acompasada y fluida. Dos de ellas tomaron asiento discretamente algo más alejadas, y permanecieron allí amenizando el almuerzo con la suave melodía de una especie de arpa horizontal llamada koto.
Al americano, el contoneo exquisitamente mecánico de las geishas le recordaba una especie de ballet reproducido marcha atrás. Hacía cuatro años, cuando llegó a Japón, tuvo la creencia compartida por el común de sus compatriotas, de que las geishas eran simples meretrices de lujo.
Nada más lejos de la realidad. Alquilar los servicios de una artista geisha era tan prohibitivo que constituía un privilegio al alcance de pocos hombres. Pero como Dallas ya sabía, Kenshiro jamás reparaba en gastos. Acto seguido, al melodioso son del koto, aparecieron el cocinero y sus dos ayudantes, que hicieron una amplia reverencia a los tres comensales.
En Japón, la presentación de los manjares a los comensales poseía una importancia cardinal y milenaria, tan solo recientemente asimilada por la alta cocina occidental. La medida de un gran cocinero no la daba solo el sabor de sus platos, sino también el exquisito espectáculo formal de los alimentos sobre la loza, que habría de combinar en la mesa en rápidos cambios de colocación ágilmente coordinados. Verdaderas composiciones abstractas de efímera existencia, ante la silenciosa aprobación de Kenshiro y su esposa. Pero Dallas no parecía prestar demasiada atención al sabor o la belleza de su comida. Aunque intentaba con todo su aplomo mantener su saber hacer de hombre de mundo, sabía que estaba tenso. Pero no sabía por qué. Prodigaba su sonrisa y dejaba caer agudos comentarios para entretener al Oyabún, pero lo cierto era que no podía apartar los ojos de algo que, involuntariamente, le distraía y le agitaba.
Parecía como si toda la belleza del jardín se proyectara mágicamente en el rostro de aquella mujer. De algún modo frente a ella se sentía desarmado, pequeño, casi insignificante. Dallas tenía ante sí la certeza de que aquel maldito detalle que siempre estuvo ausente en su vida, el mismo que había aprendido a ignorar durante años se hallaba ahora ante él, innegable como un alce en mitad de la autopista. Durante el resto del almuerzo no dejaría de pensar en cómo deshacerse de aquella inoportuna y absurda necesidad que él no había pedido.
Fue casi al final, mientras Kenshiro conferenciaba con un subordinado a través de su teléfono móvil cuando ella, inusitadamente y por un largo instante le miró directamente a los ojos contraviniendo todo protocolo; y el americano sostuvoaquella enigmática e intensa mirada, pese a que su instinto animal le urgía que huyera en aquel mismo momento lejos de aquella casa y del mismo Japón. Kenshiro se disculpó por la breve interrupción telefónica con ese azoramiento tan japonés cuando ocurre un imprevisto en mitad de una ceremonia. Tras el postre, Hiyori y las geishas desaparecieron en silencio, no sin antes depositar en una hermosa bandeja de plata una botella de sake y dos pequeños cuencos de porcelana. Kenshiro alzó el suyo sonriente, para exclamar en un gutural japonés:
- ¡Kampai!
En el jardín, aún brillaba un sereno sol de invierno que invitaba a recrearse contemplándolo. Era aquel un pequeño bosque artificial en el que la naturaleza había sido sabiamente sometida a la voluntad del artista jardinero sin hacerle por ello perder un ápice de su original belleza.
Tras el tercer cuenco de sake, Kenshiro se arrellanó en el respaldo del sillón de mimbre, y dejó que su corbata y su protocolo se aflojasen un poco.
Dallas observó de reojo como desde el sendero de guijarros lisos en el jardín, los guardias le sometían a una discreta vigilancia, espaciada pero suficiente para hacerle notar que aquel no era lugar para un occidental.
El Oyabún le había expuesto durante el almuerzo los pormenores del que sería su próximo trabajo: La necesaria anexión al grupo empresarial Nakashima de la Clínica Sakata; un centro médico privado de reconocido prestigio internacional, debido en parte a las numerosas operaciones de cirugía plástica que allí se habían realizado destacadas estrellas de la música y el cine americanos. Un centro especializado que facturaba suficientes divisas como para hacerle merecedor de la atención del honorable Kenshiro. El complejo poseía además un atractivo añadido como posible centro de almacenamiento y distribución de sustancias extralegales. Dallas había empezado ya a mover sus hilos, rastreando cual perro de presa el pasado y presente de sus directivos en busca de algún punto convenientemente vulnerable desde donde poder empezar a apretar. Con resultados mediocres hasta el momento.
Tras el almuerzo, según caía la tarde, la conversación se había ido desviando hacia temas más personales. El Oyabún se había mostrado vivamente interesado por el pasado pugilístico de su invitado, y Dallas se había relajado relatándo varias anécdotas de gimnasio que entretuvieron a su anfitrión. El propio Kenshiro confesó haber practicado artes marciales de joven, sin demasiado éxito. Su puntería en cambio, era legendaria.
El Oyabún no había tenido hijos, y toda su familia desapareció tras la guerra. Los recuerdos de su juventud unidos al efecto del licor, habían despertado una vena nostálgica en el veterano mafioso, anhelante acaso desde tiempo atrás, de hallar un interlocutor a quien relatarlos. Dallas había advertido desde el principio que su disciplinado anfitrión no era hombre acostumbrado a la bebida. Kenshiro bebió otro sorbo de sakecon la mirada perdida en algún lugar del jardín.
- ...Recuerdo la terrible primavera del cuarenta y dos, Dallas-san. Yo tenía seis años. Tras los bombardeos, la ciudad quedó plana como la palma de mi mano. Los objetos más visibles, eran las altas chimeneas de los baños públicos. Aún recuerdo como vagaba la gente entre los escombros sembrados de cadáveres. Perdida. Sin rumbo.
La mera mención de la guerra hacía sentir incómodo al americano siquiera por pertenecer al mismo país que causara aquel desastre. Pese a que el asunto le era del todo ajeno no podía evitar sentir cierta conexión con aquel viejo hampón que había bebido demasiado. Por podrido que pudiera estar sabía demasiado bien que él no era mejor.
- ...Al acabar la guerra, las calles estaban llenas de mendigos malolientes; sobre todo soldados. Jóvenes y viejos mutilados y hambrientos, con sus uniformes hechos jirones. La gente los despreciaba pues les recordaban a todos que habíamos perdido. Para ellos, eran culpables por no haber muerto en combate. Pero mi padre fue un verdadero patriota y dio trabajo a muchos de ellos. Unificó a los hombres del clan, y organizó el mercado negro en la posguerra. Gracias a él, la gente tuvo comida -apuntilló orgulloso- salvó miles de vidas. Y nadie, nadie, se lo agradeció jamás...
Dallas sentía como el fervor patriótico del Oyabún tan propio de un yakuza, crecía a medida que la botella se vaciaba. Media hora después, sus mejillas estaban ya teñidas de un arrebol que delataba su embriaguez. Dallas comprobó no sin cierto regodeo secreto, como desde el jardín Katsuo los contemplaba con rictus de suprema indignación, claramente celoso. Para un pueblo tan rígido, embriagarse era casi la única forma viril de mostrar su yo real, más allá del Tatemae, su obligación social. Se consideraba que estando borracho un nipón podía decir cualquier cosa, confesar sentimientos que normalmente consideraría tabúes, tornarse sensiblero, incluso llorar. Pese a su estado, Kenshiro estaba muy lejos de llegar a ese extremo, pero su actitud al beber con Dallas dejaba ver el aprecio que sentía por él. Lo había convertido en su favorito, su protegido, pese a la ira contenida de Katsuo.
- ...Pero yo sobreviví para ver un nuevo amanecer tras las cenizas, Dallas-san, un nuevo Japón vibrante de fuerza. En solo veinte años tras las bombas, llegamos a ser la segunda economía mundial y aún volveremos a serlo; Catástrofes naturales y desdichas no mellarán nuestras espadas contra un Occidente enfermo y cada vez más débil. El gran momento de Japón muy pronto llegará...
Mientras apuraba su primera y última copa de sake, el americano asentía esforzándose en ofrecer su mejor sonrisa pese a su incomodidad creciente.
- ...Bueno, quizá por ello haya acabado yo mismo en Japón; Las ratas y los abogados somos los primeros en abandonar un barco que se hunde, por eso siempre sobrevivimos. Supongo que esa es la virtud de ser ambas cosas. –apostilló con un guiño-
Kenshiro rió sonoramente la ocurrencia de su invitado al tiempo que Katsuo, que había aparecido oportunamente de la nada, se llevaba amablemente al ebrio Oyabún a sus habitaciones. Por un momento, Dallas casi se sintió agradecido al siniestro matón oriental por su don de la oportunidad. Un yakuzale ayudó a ponerse la chaqueta y le condujo de vuelta al helicóptero cuyas aspas ya estaban girando. Justo antes de subir por la escalerilla, con los cabellos ondeando por el vendaval levantado por la hélice, Dallas tuvo un repentino presentimiento; tan seguro como cuando sientes que alguien te espía en medio de una multitud. Instintivamente giró la cabeza, esperando acaso tropezarse de nuevo con la glacial mirada de Katsuo. Justo entonces, tras una de las ventanas del segundo piso, alcanzó a ver fugaz pero claramente a Hiyori vestida con el mismo kimono azul, mirándolo fijamente. La esposa del Oyabún se apartó del marco de la ventana tan pronto como advirtió que el americano la había descubierto.
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