martes, 12 de marzo de 2013


CAPITULO 13: “Los autómatas del Doctor Sakata



Dallas Parker traspasó acalorado las puertas automáticas del vestíbulo de la Clínica Sakata maldiciendo en voz baja y sacudiéndose el agua de una americana de mil dólares. Por si no fuera bastante agravio el hecho mismo de tener que volver a entrar en un maldito hospital, un súbito chaparrón le había sorprendido justo en el trayecto desde el aparcamiento y había tenido que correr para no empaparse. Dallas comprobó de pasada la rectitud del nudo de su corbata, en el tenue reflejo de la cubierta de cristal de uno de los extintores, y se dirigió con su cartera en
la mano a la larga mesa donde la recepcionista hablaba por teléfono. Algo contrariado, esperó durante cinco minutos a que la empleada dejase de hablar con su interlocutor, que la hacía asentir seriamente con la cabeza y tomar notas en un pequeño dietario electrónico.
Cuatro años después, su japonés era aún algo tosco pero le alcanzaba para adivinar que posiblemente atendiera la queja de algún cliente; “chotto”, repetía mientras hacía pequeñas reverencias al vacío. Dallas recordaba que el significado de aquella condenada palabreja le había resultado enigmático al principio de su estancia en Japón. Chotto era una manera amable de negarse que no implicaba decir ni que sí, ni que no. Le costó perder varias reservas de hotel entender que cuando un japonés titubeante responde a tu pregunta de si quedan habitaciones, con un “...chotto, voy a comprobarlo otra vez, señor” quiere decir que no queda ninguna maldita habitación libre. Ningún nipón usará la palabra “no” si puede evitarlo. 
Mientras aguardaba acodado en la mesa de recepción, Dallas se entretuvo observando los detalles del lujoso vestíbulo. Su mirada se posó sobre un bello acuario en el que estilizados peces payaso de franjas naranjas y blancas paseaban majestuosamente dentro del recinto de la pecera. El movimiento de sus cuerpos multicolores reflejaba una luz de procedencia desconocida, proyectando una sedante sensación de calma. Como si el tiempo mismo no existiera. Tardó aún unos minutos en comprender que, efectivamente, el tiempo no existía para ellos. Dallas lo descubrió al advertir que algunos peces se movían siguiendo patrones repetitivos. Solo al acercarse vio que el líquido que burbujeaba lo hacía en la pantalla de un ordenador; Era un  acuario virtual proyectado en un monitor tridimensional. Pero el americano no se sorprendió. Había aprendido a esperar lo inesperado de los japoneses. Nunca bajes la guardia.
La clínica Sakata era un hospital privado y no precisamente para representantes de la clase media japonesa. El suelo y las paredes eran de mármol italiano, separado tan solo por unas puertas automáticas acristaladas del suelo de linóleo blanco del pasillo del Ala Este, que conducía a los despachos de consulta y salas de espera. Un leve zumbido de servomotor recorría a intervalos la recepción cada vez que pequeños contenedores sobre raíles instalados en el techo, transportaban las bandejas con la comida personalizada de cada paciente directamente hasta cada habitación desde la misma cocina.
Ataviadas con cofia y bata blanca, las zapatillas de goma de las enfermeras rechinaban sobre el linóleo mientras empujaban la camilla de un anónimo paciente con gorro de celulosa y tapado hasta el cuello con una sábana verde, en dirección a una probable sala de operaciones.
Dallas reprimió un leve escalofrío en su nuca. Poca gente sabía de su patológico odio a los hospitales. No le importaban lo amables que pudieran ser las enfermeras o la eficiencia de los doctores. Las clínicas siempre despertaban en él un atávico instinto de huida semejante al del indígena que pisa terreno sagrado. El inconfundible olor de los dispensarios estaría ligado para siempre en su mente al fracaso y la pérdida irreparable.

Desterrando de su mente temores pueriles saludó con su mejor sonrisa profesional a la recepcionista, una mujer menuda y de rostro achatado, que acababa al fin de colgar el teléfono.
-         ¡Irashaimase! Ohayo gozai-masu
-        Buenos días, soy el abogado Dallas Parker, y tengo una cita concertada con el doctor Sakata a las once.
La recepcionista, mirándole con evidente curiosidad, le dio instrucciones precisas en inglés para llegar hasta el despacho de Sakata en la quinta planta. Dallas respiró hondo, pulsó el botón del ascensor de planta, y esperó con cara de póquer a que la puerta de aluminio se abriera con un ping electrónico. A su lado, una pequeña y fornida enfermera de aspecto castrense sostenía una bandeja de plástico de tres pisos con los almuerzos personalizados de tres pacientes, con los cubiertos envueltos en bolsas de plástico; Ya en el interior del enorme ascensor de planta, la sanitaria de corte militar se las arregló para sujetar la puerta sin soltar la bandeja mientras una de sus compañeras, de idéntica indumentaria, introducía una camilla con un paciente anciano. Antes siquiera de verlo, Dallas lo olió. Desde siempre había tenido muy desarrollado el sentido del olfato, y ese olor dulzón y a la vez acre de la vejez y la enfermedad, era una de las pocas cosas que le revolvían el estómago.
El anciano llevaba una bata de paciente color verde claro, y los brazos, escuálidos y fláccidos, sobresalían por encima de la sábana que le tapaba hasta el pecho. En sus manos del color del cuero gastado, pareciera que los huesos pugnaran por salir a la superficie. La piel se aclaraba en sus brazos tornándose de un amarillo macilento perlado de manchas blancas de origen desconocido, en las que la epidermis carecía por completo de pigmentación. La cabeza del anciano estaba del todo desprovista de pelo y presentaba las mismas máculas sobre el cráneo; y el rostro, de tan demacrado, dejaba adivinar perfectamente la forma de la calavera. Tenía unos ojos negros y hundidos como de tortuga, que miraban al americano fijamente, sonriéndole con esa tranquilidad ascética de quien sabe que ha jugado ya todas sus cartas.
Dallas evitaba la intensa mirada del anciano haciendo constantemente el gesto de mirar su reloj, mientras por el altavoz del ascensor, una impersonal voz femenina avisaba al llegar a todas las plantas. Pero el maldito ascensor iba demasiado lento y el anciano seguía allí, mirándole sin apartar la vista. Al cabo de un minuto, Dallas sintió una leve nausea en la boca del estómago y se bajó con varios pisos de antelación.
Una vez fuera, entró en el servicio de caballeros y apoyado en la pared, sacó una pequeña petaca de plata de Jack Daniels regalo de Taggart, y bebió un largo trago, haciendo caso omiso de la mirada reprobadora de un japonés que se secaba las manos a su lado.
Respiró hondamente y limpió con un pañuelo su frente húmeda. De pronto cayó en la cuenta de que aquel anciano tal vez pudiera ser uno de los supervivientes de la bomba de Hiroshima de los que había oído hablar; los hibakushas.
Sintiéndose algo mejor, Dallas subió a pie los dos pisos restantes y tocó con los nudillos sobre la puerta del despacho de Sakata. Penetró en un pequeño vestíbulo con paredes de madera, un cuadro impresionista en la pared y una ventana panorámica ante la que se recortaba una bella secretaria con gafas y el pelo recogido en un moño. La antesala estaba repleta de regalos que se amontonaban en una esquina. Ramos de flores, cestas con coloridos pasteles o chocolates e incluso osos de peluche. En Japón se solía hacer regalos a médicos y enfermeras después de una operación o un parto. Se notaba que el doctor era bastante popular. Apartando la vista del ordenador, la joven le sonrió diciendo:
-         El doctor Sakata le espera. Pase, por favor.

La puerta estaba abierta. Dallas permaneció unos segundos en el dintel, esperando una invitación a entrar; al no obtenerla, decidió presentarse a si mismo:
-       Ohayo gozai-masu, Sakata-san; watakushiwa…
-      ...Sé  muy bien quién es usted, señor Parker. Puede pasar, si así lo desea. -contestó Sakata sin levantar la vista del papel radiográfico que estaba examinando-
Cuando Dallas traspasó el umbral del despacho, lo primero que atrajo su atención no fue precisamente la presencia física del honorable y respetado galeno, sino más bien la enorme vitrina transparente que ocupaba por completo una de las paredes del bufete. En su interior, iluminados por pequeños focos LED, había una ordenada colección de diminutos autómatas mecánicos de juguete. Preciosas marionetas antiguas de madera y latón, así como delicadas muñecas y títeres de diversos tipos, todos dotados de movimiento. A través de la vitrina podía observarse como una diminuta campesina tirolesa de madera pintada, amasaba el pan dentro de una cocina en miniatura, mientras su mecánico marido cortaba leña incansablemente en el exterior de la pequeña cabaña de hojalata. Fascinantes acróbatas metálicos deslizándose en monociclo sobre un alambre extendido, osos ciclistas con sombrero, y dos boxeadores engominados de latón pintado, enzarzados en un combate eterno sobre un ring de madera. Dallas quedó especialmente fascinado por este último.
-         ¿...Siempre están en funcionamiento?- preguntó sin dejar de mirarlos -¿nunca se detienen?
-         Así es, señor Parker; Todos mis karakuri, funcionan constantemente y siempre a la perfección - contestó Sakata con satisfacción desde detrás de la mesa de su escritorio- ...Probablemente lo seguirán haciendo mucho después de que usted y yo ya no estemos. Sin embargo-continuó- no todos llegaron hasta mí en tan buen estado. La mayoría los he reparado personalmente. Restaurar el orden roto, Sr. Parker, es mi verdadera pasión.
-         Hizo un buen trabajo - apuntó Dallas con una sonrisa - Han debido costarle mucho tiempo y dinero.
-         ...De hecho algunos valen una fortuna, pero son mi pequeña afición irrenunciable. Observar sus evoluciones me ayuda a pensar. La paz de espíritu es un bien valioso; sobre todo en estos días.
Mientras cruzaba el despacho en dirección a su escritorio para estrechar la mano del doctor, Dallas echó un vistazo rápido a su alrededor. El buró era un poco menor que el de su jefe; no obstante, el espacio parecía enorme para estar sito en Japón, donde todo parecía estar hecho en miniatura como los karakuri de la vitrina; exquisitos mundos diminutos, apretados codo con codo en un lugar donde el hacinamiento era casi un modo de vida.
El cuarto disponía de un gran ventanal panorámico sin persianas ni cortinas. Luego descubriría que el cristal polarizado variaba de tono según la luz ambiente. En la pared contigua a la vitrina se disponían de forma apretada las muchas titulaciones del buen doctor: medicina general, cirugía plástica y maxilofacial, dermatología, acupuntura… ¿psiquiatría? Junto a ellos había expuestos varios diagramas del cuerpo humano en japonés, mostrando la musculatura y el esqueleto, así como el mapa corporal según los puntos tradicionales de acupuntura china. Pareciera que en un puro afán renacentista el buen doctor no quisiese dejar ningún cabo suelto.
Bajo las titulaciones en una suerte de apretado tablón de corcho, se acumulaban superponiéndose, fotografías desenfocadas que mostraban a sus pacientes antes y después de cada intervención con su correspondiente fecha debajo.
Desde aquella pared le observaba una heterogénea multitud de hombres y mujeres de todas las edades, algunos horriblemente desfigurados, asombrosamente recompuestos por el bisturí del doctor Sakata. Junto a las fotos y justo a la altura de los ojos, había también una placa luminosa translúcida, mostrando diversas radiografías del cráneo de algún anónimo convaleciente.
Disimulando la turbación que le producían las imágenes de la pared, Dallas estrechó al fin la mano del galeno y se acomodó en un sillón de cuero, dejándose el maletín sobre las rodillas. Se disponía a empezar a hablar cuando, por el interfono su secretaria anunció al doctor la llegada de su almuerzo. Acto seguido, la bella joven apareció por la puerta con una bandeja de cartón con varios cartuchos de shushiy sashimi, así como palillos y una botella de Evian.
- Gomen nasai, señor Parker -se disculpó Sakata- le ruego humildemente que me disculpe; pero soy hombre ocupado y acostumbro a almorzar temprano para no interrumpir mis obligaciones para con mis pacientes.
Pero eso era algo que Dallas ya conocía de antemano. Aparentemente Sakata vivía sola y exclusivamente consagrado al ejercicio de la medicina. Dallas había hecho bien sus deberes como siempre hacía antes de este tipo de reuniones, y había averiguado que el médico no solo no estaba casado, sino que tampoco se le conocían amantes, parientes o familiares -la mayoría perdidos después de la guerra- y de hecho, ni siquiera amigos, a excepción de algunos viejos conocidos a los que casi nunca veía, en su mayoría antiguos pacientes.
Según sus informadores habituales, aparte de su costosa pero inocente afición a los juguetes antiguos, carecía de cualquier vicio público o privado apto para ser utilizado en su contra. Ni sexo, ni drogas, ni alcohol; nada. Sakata era en apariencia un santo varón que vivía para su trabajo como gran parte de los japoneses de su misma edad. Y eso no facilitaba precisamente las cosas al letrado.
En Japón, el escándalo y el chantaje eran algunas de las armas más usualmente utilizadas para destruir al adversario político u al rival en los negocios. Los sokaiya como Parker, abogados expertos en el chantaje soterrado y la humillación pública eran a menudo utilizados por la mafia yakuzapara adquirir o adueñarse de empresas de forma aparentemente legal. Y en esto Dallas era el mejor; Era, en cualquier caso, alguien a quien temer, pero Sakata no parecía estar nervioso en absoluto. Sin embargo, el americano tenía la suficiente experiencia en el trato con cierto tipo de personas como para albergar la corazonada de que Sakata no estaba tan limpio como parecía; De hecho, el honorable doctor no tenía en absoluto ese aspecto entre saludable y encantador que ofrecían los pocos médicos occidentales que Dallas había conocido. Por lo demás, la impresión general del doctor era de una impecable pulcritud. Tanto el perfecto nudo de su corbata italiana, como la inmaculada blancura de su bata, o la meticulosidad con que su cráneo y su rostro estaban rasurados, delataban el carácter de un perfeccionista fanático del orden y la precisión.
Dallas esperaba con cierta impaciencia a que su anfitrión terminase su frugal almuerzo, pero el cirujano comía como lo hacía casi todo: despacio y con gran diligencia. Sus delicados dedos de pianista manejaban los palillos de madera con la misma precisión con que debía operar a sus pacientes, a tenor de lo que Dallas había oído. Hacía desaparecer la comida con tal elegancia y economía de movimientos, que si alguien le hubiese visto de espaldas le hubiese sido imposible adivinar que estaba comiendo. Mientras lo hacía, miraba a Dallas directo a los ojos, de modo que este tenía la falsa impresión de ver lo que pensaba. Nada más lejos de la realidad. Sakata terminó su almuerzo y se dirigió al abogado, justo cuando este despegaba sus labios para hablar.
-   ...Estimado señor Parker -hablaba en perfecto inglés, en un tono entre amable y profesional que infería cierta autoridad a sus palabras-...Como ya dije, sé perfectamente quien es usted y a qué se dedica. De hecho, conozco personalmente a su jefe, así como el propósito de su visita. Es por ello -continuó- que debo advertirles de antemano que están perdiendo el tiempo.
-         Me… alegra saber que las cosas están tan claras a priori -contestó Dallas no sin cierta perplejidad- pero espero que comprenda señor Sakata, que, pese a ello, debo informarle puntualmente y con detalle acerca de la generosa oferta de mi jefe… así como de sus otras opciones.
Dallas hizo hincapié en estas últimas palabras, esperando sin resultado, alguna reacción alarmada por parte de su interlocutor. Pero la expresión de Sakata no varió un ápice. El abogado extrajo un dossier de su maletín y comenzó a leer punto por punto las condiciones de la “generosa” oferta de Kenshiro para la pronta adquisición de su clínica. El japonés le sonreía, mientras le observaba con esa tranquila cortesía de ofidio que suele caracterizar más a los abogados que a los médicos. Dallas le miraba de cuando en cuando, solo para comprobar que seguía escrutándole fríamente a los ojos sin parpadear, igual que una serpiente. Había algo en su rostro que lo desconcertaba, minando parte de la auto confianza que había traído consigo al entrar. Tal vez esos duros y cortantes pómulos, tan salientes y de piel tan fina que parecían ocultar una forma salvaje en su interior; acaso el brillo ausente de esos ojos azules imposibles en un japonés, demasiado transparentes, que no expresaban más que su propia gelidez.
Al cabo de cinco minutos acabó de exponer su oferta solo para obtener la misma amable pero rotunda negativa que ya había recibido minutos antes. Al poco rato, ofuscado, Dallas abandonaba el despacho en dirección a la Torre Nakashima, sin haber obtenido ningún resultado tangible que poder mostrar y con la inconfundible sensación de que le habían estado tomando el pelo.
 

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