CAPITULO 15: “Kabuki”
Creo que por mucho que viva, jamás olvidaré la primera vez que tuve que asistir a una representación de teatro kabuki en Tokio. Recuerdo aquel primer acto apoteósico con decenas de actores saltando en el escenario, trajes y decorados exquisitos en un derroche artístico como nunca antes había visto en mi país; ni siquiera en el condenado Cirque du soleil. Quedé fascinado por la protagonista, una bella japonesita arropada por un
voluminoso kimono dorado que se movía como un ángel rozando el suelo mientras a su alrededor revoloteaban mariposas de papel de seda sostenidas por hilos invisibles. Llevaba poco en la isla y mis compañeros de oficina, los mismos que me habían arrastrado al evento me habían advertido que el teatro Kabuki-za de Ginza era inmenso, así que aquella primera vez, junto a mi inseparable diccionario de japonés llevé conmigo los viejos prismáticos de bolsillo que solía llevar mi tio Frank cuando apostaba en el hipódromo. Mala idea.
voluminoso kimono dorado que se movía como un ángel rozando el suelo mientras a su alrededor revoloteaban mariposas de papel de seda sostenidas por hilos invisibles. Llevaba poco en la isla y mis compañeros de oficina, los mismos que me habían arrastrado al evento me habían advertido que el teatro Kabuki-za de Ginza era inmenso, así que aquella primera vez, junto a mi inseparable diccionario de japonés llevé conmigo los viejos prismáticos de bolsillo que solía llevar mi tio Frank cuando apostaba en el hipódromo. Mala idea.
Recibí un auténtico puñetazo en la boca del estómago cuando al fin dirigí los anteojos al rostro de la “japonesíta”; No sólo era un hombre; era un maldito viejo con su cara decrépita embadurnada en polvo de arroz. Tras la función, me contaron que esos tipos, los Onnagata, son auténticas reliquias vivientes y en el mundo del teatro se les trata con veneración litúrgica. Al parecer, en los camerinos son fielmente atendidos por sus discípulos, los mismos actores que en escena representan a las criadas de la princesa o la dama que él encarna. Entre bastidores siguen siendo sus sirvientes; y lo son de por vida. Supongo que este es el concepto que tienen los japos de lo que significa ser un actor “del método”; aunque personalmente, me quedo con el buen y viejo De Niro.
Sentados a mi lado en el elegante palco de butacas se hallan Taggart, con su smoking blanco a lo James Bond, y Casey, su nueva y atractiva amiguita americana. Acaba de empezar el descanso tras varias horas de función, y aún nos quedan otras dos. Casey parlotea en voz baja sobre la obra. Es una risueña y vivaracha estudiante de Boston con algo más de veinticinco, que estudia el doctorado en lengua y cultura japonesas en la universidad de Sofía de Tokio. Por tópico que resulte, se conocieron en un McDonald's.
La chica no cesa de compartir conmigo su fascinación por el “divino” kabuki; lleva aquí unos meses, y ya cree saber más de esta gente que los propios japos. Nos relata como la ópera escenifica una leyenda medieval; “...Un pintor sueña con crear su obra cumbre: un cuadro de una bellísima joven descendiendo a los infiernos, y necesita inspirarse en la realidad; para ello en la escena final, provoca un incendio en el que muere quemada viva su propia hija.” Vale. ¿No odias cuando te cuentan el final de la película?
Me desperezo en mi butaca mientras me pregunto cuantas chicas como ella habremos conocido en la universidad. Se creen muy listas y no duda en alardear de ello, pero no pueden ocultar ese algo vulgar en sus modales, ese algo que delata su verdadero origen pese al elegante traje de noche. No necesito hacer ningún esfuerzo para imaginarla vestida de animadora apoyando a los Boston Celtics. Por supuesto que Taggart la escucha con absorta devoción como acostumbra a hacer con todas sus novias desde que le conozco, pero a mí empieza a aburrirme con su retórica de rata de biblioteca. De hecho, incluso juraría que se burla de mí. Después de todo, yo también tengo que escucharla sonriendo sin pestañear, pero no podré disfrutar del postre.
Aburrido de nuevo, empiezo a sentir un cierto vacío en el estómago. La mayoría de los precavidos espectadores locales cenan durante el descanso en fiambreras preparadas al efecto, pero Taggart tiene previsto llevarnos a cenar a un restaurante caro al cierre de la función. Sonrío al pensar que conozco demasiado bien la “estrategia” del bueno de Ray; Lástima que Casey no la conozca tan bien como yo.
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