CAPITULO 23: “La jaula de oro”
En el exterior del lujoso edificio de apartamentos la tormenta arreciaba. Las primeras lluvias del invierno habían llegado en marzo con la fuerza sobrecogedora del monzón, y a través de la ventana el mundo se venía abajo con estruendo de gotas y viento. Entretanto, en el interior reinaba un apacible silencio. Olía a aceite de cedro y a limón, y la piel de Hiyori conservaba aún en sus poros el tenue aroma de las sales de baño.
Absorta en sus pensamientos con la mirada extraviada en algún punto impreciso mas allá de los muros de cemento y cristal, peinaba su larga
melena frente al espejo de su dormitorio. Recordó por un instante el
rostro ajado de su abuelo Kaneda cuando de niña, le recitó un antiguo
poema; “Hanami” que describía como las flores de cerezo en la cúspide de su serena belleza, caían al suelo para ser aplastadas por los niños
que correteaban alegremente. ¿...Era ese el fin de todo lo bello? -se preguntó- ¿Era aquel que le estaba reservado? Desnuda en el silencio de la habitación, se examinó largamente ante el espejo. Pronto serían treinta y cinco inviernos, y en su joven rostro aún no habían empezado a manifestarse con verdadera fiereza los estragos del paso del tiempo. Como Dorian Gray, un hechizo parecía haber logrado mantener su piel ajena al devenir de de su existencia; mas no así su alma. Sus ojos color de almendra aún retenían esa dulzura que los años y el sufrimiento no habían logrado erosionar. Su cutis era delicado, su cuello largo y esbelto y en sus hombros la piel se volvía tan suave que se podría acariciar con la mirada. Los pechos conservaban intacta su belleza frutal, su cintura era estrecha, de bailarina, y no era casual, pues lo había sido.Toda su figura se recortaba a contraluz ante la ventana y la luz azul del anochecer hacía resaltar ante el espejo cada uno de sus relieves. Pero hasta las rosas en el jarrón de su mesilla de noche que el propio Kenshiro renovaba personalmente cada mañana se habían marchitado durante su ausencia hacía ya más de una semana. Sabía que algún día ella también sucumbiría sumisa, arrugándose y doblándose ante la impiedad del calendario, como lo había hecho su madre antes que ella. Odiaba pensar en ello. Lo hizo por un momento en el americano, y a pesar de ella misma, una sonrisa asomó a sus labios. Evocó su mirada ardiente una semana atrás, en aquel restaurante, y un travieso diablo la hizo imaginar como unas ásperas manos acariciaban suavemente sus muslos, aquellas mismas que habían sostenido por un breve instante su rostro apenas hacía unos días. Cerró los ojos y sintió un fuerte estremecimiento, embriagada por un deseo que a la vez la poseía y humillaba. Avergonzándose de sí misma se acercó a la ventana empañada, limpiando con sus dedos un pequeño círculo por el que miró la lluvia caer con los brazos cruzados sobre su pecho. El lluvioso horizonte de torres grises iluminadas en la noche, hizo a su mente viajar en el tiempo por el lapso de media vida, hasta Kioto, la eterna ciudad de los dos mil templos. El hogar secular de sus antepasados donde dejara olvidada su inocencia hacía ya tantos años. El abuelo Kaneda, al que Hiyori siempre había profesado una especial devoción, inculcó a su familia el respeto por la tradición. Cuando alcanzó la edad prescrita, su abuelo concertó para Mitsuko, su madre, el matrimonio que creyó más provechoso para ambas partes, con un joven comerciante de especias llamado Kazuo Fushimura.
Kazuo, el padre de Hiyori, era un hombre emprendedor, de suaves modales occidentalizados, dueño de un boyante comercio de especias en el mercado de Kioto. Con el tiempo, Mitsuko llegaría a descubrir que era también un ser agresivo y tiránico propenso a someterla a brutales palizas desde el principio de su matrimonio. Al cabo de un año de este, nació Hiyori.
Por deseo paterno, la pequeña fue internada en una escuela cristiana para chicas en la que aún de niña, procuraba pasar la mayor parte del tiempo. Sobre todo porque la joven Hiyori sabía que el regreso a casa caminando con los libros al hombro, era casi siempre el preludio del sufrimiento. Por eso volvía siempre caminando lentamente en uno de esos remedios infantiles para los males adultos que solo los inocentes podían discurrir. Hiyori no había olvidado el día en que próxima a cumplir quince años, su madre le relató los prolegómenos de su boda con Kazuo. Le contó como en su dote como era costumbre, su abuela había incluido una afilada daga. Eso significaba que una vez casada, no podría volver con vida a su propia casa, fueran cuales fuesen las calamidades que pudieran acontecerle en su matrimonio. Aquella era una de las últimas conversaciones que recordaba haber tenido con ella, hacía casi veinte años. Ahora recordaba cómo tras cada paliza que Kazuo le propinaba por cualquier motivo, su madre entraba silenciosamente en su cuarto y la hallaba tendida en la cama, con la cara enrojecida y los ojos húmedos y asustados, incapaz de entender qué había hecho mal aquella vez. En todos esos años jamás le criticaría ni diría nada en favor de Hiyori ante él. Su único bálsamo era secar sus lágrimas y salir de la habitación sin decir palabra. A Mitsuko su marido le resultaba del todo despreciable, pero ella no podía hablar mal a su hija de su padre. Aquello habría sido faltar a su sagrado deber de esposa; Girí.
Aquella situación se prolongó hasta que cumplió los dieciséis, edad que su
padre consideró oportuna para darle a conocer al hombre que había
seleccionado para ser su esposo, uno de sus empleados en la tienda. Tal
vez fuesen los libros extranjeros que había leído a escondidas, o quizás
un arraigado sentimiento adolescente de rebeldía fraguado en aquellos
años de sumisión silenciosa; el caso fue que la primogénita de Kazuo
Fushimura aquella noche, sin conocer siquiera a su pretendiente, se
escapó de casa y jamás regresó. En cualquier caso tampoco hubiera
podido, pues una vez tomada esta decisión, su nombre fue borrado del
árbol genealógico de su familia, como si jamás hubiera existido. Después
de su desesperada huida en plena noche, recuerda una breve vida con su
profesor de ballet, del que estaba enamorada, y más tarde el desengaño
y la humillación. También la soledad y la miseria, cuando se vio abocada a
una vida que no quería recordar. Sola en el mundo, igual que ahora,
encerrada en una engañosa jaula de oro. Igual que el gaijin. Al fin veía
que ambos tenían algo muy importante en común. Ambos habían luchado
y habían perdido. Por encima del amor, del deseo apremiante y casi
doloroso, ambos estaban completamente solos, y ese destino compartido
les unía tal vez más que el afecto. Recordó entonces las palabras que
ella misma había dicho al americano aquella noche: “...En tu país
desconocéis el sentido del deber” ¿Acaso -pensó- lo entendía ella
misma? Había estado a punto de traicionar a su esposo, mancillando su
honor y reputación, abocándose a una muerte segura guiada tan solo por
un deseo ciego, inoportuno y tal vez pasajero. Pero era también un deseo
inútil, un amor que había llegado muy tarde para los dos. “Mono no
Aware” -pensó- Era su destino; y luchar contra él era enfrentarse a la
lluvia con una espada. Hiyori arrojó a la basura las flores marchitas, y se
sintió más sola en su prisión dorada de lo que jamás se había sentido.
Súbitamente sonó el timbre de la puerta, sobresaltándola. Solo entonces
se percató de su propia desnudez, y poniéndose una negra bata de seda,
caminó descalza hasta la puerta.
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