martes, 9 de abril de 2013


CAPITULO 24: “La lluvia y las mariposas



Imponentes nubarrones surcaban el firmamento merced al viento embravecido; celestes mensajeros de tormenta que arrojaban sus largas sombras en la pradera, deslizándose escurridizas y mudas sobre el barro y la sangre del campo de batalla. Sombras veloces a cuyo cobijo, una caballería de orgullosos guerreros con coloridos estandartes color azafrán, avanzaba al unísono, cual marea ambarina que inundara el valle en dirección al combate. Un furioso enjambre de letales saetas procedentes del sitiado castillo del Shogún, recibía al batallón de
arrojados samurái, que blandiendo sus katanas entre el humo cegador, 

caían por doquier derribados al fango para ser pisoteados por sus 

propios caballos. Guerreros y bestias sucumbían vistiendo los  blasones

 de su batallón, entregados a la violenta refriega, ajenos al colorido 

espectáculo de belleza y muerte que representaban, y que tan solo los 

impasibles generales a salvo en su atalaya de la colina, podían apreciar.

El estoico capitán Hidemusha secundado por sus fieles soldados, avanzaba valiente entre la barbarie abriéndose paso con su larga espada, decidido a abrir una brecha en la impenetrable muralla de la fortaleza. Aunque ello le costara la vida.
Fue entonces cuando de pronto, por encima del griterío y la confusión, un extraño e incomprensible sonido se oyó a lo largo y ancho de la pradera. Un eco misterioso nunca antes escuchado que les hizo detenerse y guardar silencio. Guerreros de ambos bandos detuvieron sus espadas en el aire, ante el estupor de sus enemigos que, inmóviles, aguzaban los oídos mirando en derredor, intentando entender el extraño fenómeno. Era aquella una aguda melodía de acordes desconocidos, que se repetía proveniente de algún lugar sobre sus cabezas, como si alguna autoridad divina hubiera decretado el fin de la sangrienta batalla.
Casey despertó sobresaltada por el timbre musical de su I-Phone, que vibraba insistente a su lado sobre la mesa del escritorio, al alegre son de los Bee Gees. Desperezándose, tuvo que despegar literalmente la cara de la página del grueso tomo sobre el que se había quedado profundamente dormida. Una vez más, había vuelto a rendirse sobre los libros, tras demasiadas horas estudiando historia medieval. Las sangrientas escaramuzas entre los shogunatos previos al periodo Tokugawa, despertaban especialmente su vivaz imaginación, a menudo entremezclando en sus sueños, los datos y fechas de los libros de texto, con las bellas y estilizadas imágenes del cine épico de Kurosawa.
Era paradójico que en sus fantasías, por absurdo que aquello resultara a nivel histórico, siempre se viera a sí misma como una valiente guerrera, en lugar de una vulgar campesina o una servil concubina de palacio. Frotándose la nuca agarrotada, se apartó el pelo de la cara, y contestó al fin al teléfono.
-         ¿...Moshi moshi?
-         Casey, compañera, tienes que salvarme la vida, necesito que me hagas un gran, gran favor. ¡Y rápido! ¡porfaaaaa!
-         ...Oh, vamos, Miyoko, -dijo con un largo suspiro- ¿...Qué se te ha olvidado esta vez?
Miyoko Yamashita era su compañera de piso, estudiante como ella, pero un par de años menor. Ambas compartían un minúsculo apartamento en Ruppangy desde hacía algo más de un año, y era raro el día que no extraviaba las llaves, el móvil, o ambas cosas llegado el caso.
Miyoko era tan irreflexiva e impetuosa como una saltadora de bunjee jumping, y de hecho, conducía su vida con esa misma filosofía de salto al vacío desde un puente. Por ello constituía un autentico milagro que hubiera podido sobrevivir a si misma hasta alcanzar siquiera la mayoría de edad. Pero lo cierto es que hiciera lo que hiciera, Casey era del todo incapaz de enfadarse con ella. Acaso por eso se llevaban tan bien.
Por lo que pudo descifrar a través del animado ruido ambiente, Miyoko había olvidado una bolsa que contenía su disfraz para un baile de máscaras en casa de su acaudalado amigo Mamoru. Bostezando, Casey garabateó en un papel la dirección, y le prometió estar allí en media hora, a condición de que no le insistiera en quedarse. Los exámenes trimestrales eran inminentes, y la joven estudiante irlandesa no podía permitir que su media académica bajara, si quería conservar su ajustada beca en la universidad de Sofía. Aún estaban a mediados de mes y solo quedaban unos cuantos billetes pequeños en su cartera, y no era la primera vez que Casey pasaba serios apuros para pagar el alquiler. Por fortuna Miyoko siempre encontraba la forma de conseguir dinero para abonar la mensualidad de ambas; lo malo era precisamente cómo lo hacía.
Casey entró en la caótica habitación de su compañera, y encontró la olvidada bolsa, justo sobre su cama. Entrar en el cuarto de Miyoko era como hacerlo en el exótico país de las hadas; en concreto, de aquellas que compran su ropa en Chanel y Versace. La joven tenía los abarrotados estantes decorados con una colección de juguetes y figuras de hadas y mariposas, que compartían el escaso espacio con todo tipo de complementos de las marcas más exclusivas; relojes, sombreros, foulards y pulseras de diseño, como si fuera la habitación de una adolescente millonaria. Sin embargo Miyoko no era ni lo uno ni lo otro, pese a que todo en su apariencia indicara lo contrario.
Diminuta y delgada, con una perenne sonrisa, este mes llevaba el pelo teñido de color naranja brillante, y recogido en dos pizpiretas coletas de colegiala. Aparentaba apenas quince años, en lugar de los veintiuno que realmente tenía, y sus mimosos modales y voz infantil, hacían que conseguir lo que fuera de casi cualquiera, fuese para ella pan comido. Y Casey lo sabía bien.
En lo tocante a sus ingresos, los oficiales no sobrepasaban la humilde asignación que sus padres, que vivían fuera de la ciudad, le enviaban para comida y alquiler. Pero eran los “no oficiales” los que realmente costeaban su elevado tren de vida y su atestado guardarropa.
Casey consultó en internet las posibilidades de lluvia aquella noche y, considerando un treinta por ciento, riesgo más que suficiente para tomar precauciones, bajó a tomar el metro, equipada con la vieja gabardina de su padre. Veinte minutos después, llamaba al interfono del lujoso ático del mejor amigo de Miyoko: Mamoru Hasegawa. Adinerado y de buena familia, aquel era un conocido blogger, propietario de una bitácora onlineque él mismo escribía y actualizaba a diario, y que se había convertido en el punto de referencia obligado de la vida social tokiota, y de paso, le había convertido a él, en una auténtica celebridad.
Cáustico azote del mal gusto, gurú de la moda y creador de tendencias, Mamoru solía decir que “...Si Oscar Wilde fuera contemporáneo, no solo escribiría un blog, sino que además se llamaría Mamoru” La residencia del afectado articulista de moda y fashion victim declarado, estaba situada en uno de los barrios más exclusivos de Tokio, y solo con atravesar el lujoso vestíbulo, ya se hizo una clara idea del esplendor que hallaría en su interior. Atusándose su rebelde melena pelirroja, intratable en los días de lluvia, Casey pulsó el timbre del apartamento, a través de cuya puerta podía oírse la fiesta que se celebraba al otro lado.
Un musculoso joven de cejas depiladas, y embutido en unas ajustadas mallas de licra, en una suerte de afeminada parodia de Superman, le recibió con un par de húmedos besos. Casey sonrió, algo incómoda por el efusivo tratamiento, pues tras un par de años en la capital nipona, ya se había acostumbrado a la rutina diaria de asépticas reverencias.
A lo lejos, Mamoru gritó alegremente su nombre, al tiempo que se acercaba correteando para abrazarla y repetir el besuqueo. El blogger, irreconocible con su peluca morena, iba travestido con un divertido disfraz de Lois Lane, dato que Casey reconoció justo en el preciso instante en que el amanerado “Hombre de Acero” que le había abierto la puerta, estampaba un apasionado beso de tornillo a su anfitrión.
-         Hola preciosa, te presento a Hideaki; guapo, ¿verdad?
-         Oh, sí, “super” –contesta Casey con un guiño- pero creo que ya nos conocemos; ¿Habeis visto a Miyoko?
Justo en ese momento, la mencionada aparece sonriente, ataviada con un brillante disfraz de hada, rodeada de seis amigas, todas vestidas y maquilladas igual que ella. Al verla, Casey, estupefacta, se mira la bolsa que trae en la mano.
-         ...Pero bueno... ¿y ese disfraz? Tú me dijiste que...
-         ...Ay, mi pobre y tontitaamiga gaijin... ¡El disfraz era para ti, boba! Vamos, corre, tenemos que vestirte y maquillarte, ¡el concurso está a punto de empezar!
El enjambre de hadas se llevó entre risas, a una sorprendida Casey literalmente a empujones, hasta el cuarto de baño. Allí, tras desalojar a un ebrio Peter Pan que se había quedado dormido tumbado en la bañera, maquillaron y vistieron alegremente, a la más alta de las hadas.
Un par de whiskies después, Casey estaba más que dispuesta a posar disfrazada junto a sus nuevas amigas aladas, para las cientos de fotos que les tomarían esa noche, y que se publicarían en internet al día siguiente. Miyoko sabía bien que la timidez de su compañera de piso tenía su  infalible antídoto en un par de sabias copas de licor; y ya estaba habituada a engañarla con mil y una argucias para que la acompañase en sus aventuras nocturnas.
Distribuidos por el enorme ático de diseño, tan diferente del cuchitril que ambas compartían en Roppongy, modistos, modelos y actrices charlaban, reían y hacían valer todo tipo de pasaportes legales e ilícitos, hacia los paraísos artificiales.
 Miyoko se movía por entre aquella fauna mundana como pez en el agua, era una socialitavocacional y experimentada, que no se perdía una sola fiesta o sarao del que pudiera tener noticia.
A menudo acudía del brazo de Mamoru, pues ambos compartían un malicioso sentido del humor que convertía sus tertulias etílicas a las que a veces se sumaba Casey, en un divertido espectáculo, digno de ver y oír. Ambos eran adictos a las compras, y asiduos de los clubes más elegantes de Shibuya, donde su presencia era algo habitual;
Sin embargo, lo que para su elitista amigo no era sino calderilla, para Miyoko era un gasto que conllevaba un precio muy alto. Nadie sabía el esfuerzo que realmente le suponía mantener ese tren de vida, aquel coste del que solo Casey sabía cómo su menuda compañera llegaba a satisfacer.
No obstante, ese ambiente selecto y sofisticado que Miyoko adoraba, no era en cambio el elemento natural de su amiga irlandesa. Aparentemente ajena a su propia belleza que todos elogiaban, la atractiva pelirroja se había criado en un entorno mucho más académico y deportivo, alejado de la moda y sus devaneos. Empero agradecía aquellas alegres noches que pasaba en compañía de su pequeña amiga, a la que había cogido un gran afecto, tal si fuera la hermana que nunca llegó a tener.
Tras quedar en un merecido segundo puesto en el concurso de disfraces, tras un estrambótico Robin Hood, la alegre cuadrilla de hadas se empeñó en continuar el festejo cantando a pleno pulmón. Así, sin desprenderse de sus disfraces, se montaron en sus coches para terminar la noche en un karaoke after-hours de Shibuya.
Eran ya las cuatro de la madrugada, cuando dos ebrias hadas, una de ellas con una arrugada gabardina en la mano, salieron del karaoke para comprobar que evidentemente la estación de metro estaba cerrada. Obligadas a volver a casa andando, maldiciendo en inglés y japonés, decidieron acortar por el parque Ogawa pese a estar más que cerrado a aquellas horas intempestivas. Movidas a partes iguales por una cantidad indeterminada de alcohol y la seductora perspectiva de dormir en sus propias camas, saltaron torpemente la valla del parque. Cogidas de la mano, avanzaron a la carrera por la hierba entre risas silenciadas, tratando de hacer el menor ruido posible. Fue entonces cuando Casey descubrió que efectivamente, un treinta por ciento era un porcentaje respetable, al sentir en su mejilla las primeras gotas de una lluvia que, en apenas segundos, se convirtió en un verdadero diluvio. Corriendo descalzas bajo el chaparrón, se refugiaron en un banco de madera al regazo de un frondoso abedul. Jadeantes, caladas, y muertas de risa, se sentaron a esperar a que escampara. Casey sacó un paquete de tabaco de su bolso, compartiendo su último cigarrillo medio seco con su menuda compañera.
-         ...¿Te he contado que Ray me ha hablado de boda?
-         ...¿El mismo Ray que lleva casado diez años?...Vamos, Casey, todos dicen lo mismo, cuando se cansan de hablar de sus familias, empiezan a hablar de golf, y si se aburren del golf, comienzan a hablar de boda...
-         Vaya, pareces una experta, Miyoko...
-         ...¿Conoces a alguien que haya salido con más tipos mayores que yo? Soy casi una nieta de alquiler...
-         ...Vamos, Miyoko, lo que tú haces tiene un nombre... -responde Casey, sarcástica, con una ceja levantada-
-         Claro, chica; enjo kosai: “cita con consentimiento”
-         ¿”Consentimiento”? ¡A ti te pagan, Miyoko!
-         Ah... ¿...Y qué culpa tengo yo, si esos pobrecitos hombres de negocios se sienten culpables por engañar a sus honorables esposas, y me regalan grandes sumas de dinero? -responde con un guiño-  Además, ¿No sabes que en Japón es descortés rechazar un regalo, mi tontita amiga gaijin?
Miyoko siempre encontraba la manera de salir airosa de cualquier pregunta de Casey relacionada con su moralidad; parecía como si realmente pudiera moverse por el sórdido mundo con el que coqueteaba, sin manchar sus blancas alas de hada. Pero sus alas de gasa estaban ahora empapadas, y tiritaba de frío; Casey se despojó de su gabardina, y la colocó sobre sus hombros, de forma que ambas pudieran compartirla y darse calor. Miyoko se abrazó a ella, temblando.
-         ...Soy una tonta; no debería sermonearte, Miyoko, a veces hablo como si fuera tu hermana mayor.
Miyoko puso el dedo sobre sus labios, haciéndola callar, al tiempo que se acercaba a ellos, para hablarle en un susurro;
-         ...Me gusta que seas mi hermana mayor, mi tonta amiga gaijin
La joven tomó su rostro entre las manos, acercándolo al suyo para besarla en la boca, al principio tímidamente, luego, perdido el pudor, sin límites. Por un segundo, la joven irlandesa llegó a pensar que sentiría incomodidad o reparo al separar los labios y encontrar sus ojos, pero no fue así. Tan solo tuvo una fugaz sensación, un presentimiento. El de que aquellos días felices de libertad despreocupada eran acaso el final de algo, y al tiempo el principio de una historia nueva, diferente. Pero era algo en lo que aún no quería pensar. Permanecieron allí abrazadas al amparo de la lluvia. Y llovió durante toda la noche.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog