lunes, 28 de enero de 2013

CAPITULO 8: “Sombras e incienso”




El sedante aroma del incienso impregna el silencioso Dojo; Ingrávido y sin prisa, el levísimo efluvio navega por la estancia elevándose en una sutil humarada blanca que se expande lentamente, apenas visible excepto en aquellos lugares tocados por los últimos fulgores del atardecer. La luz allí parece hacerse sólida al penetrar
 casi con reverencia en el oscuro recinto, a través de una rendija entre los finos paneles de papel de arroz que rodean
la enorme habitación. Las sombras translúcidas de las mamparas deslizantes de estilo japonés primitivo, se reflejan sobre el reluciente tatami de madera lacada, en un bello alarde de austeridad y elegancia.

Sobre la pared principal de madera de cedro, en ordenada disposición, se alinea una selección de armas orientales del Medievo. Espadas, lanzas y armaduras samurái, así como todo tipo de instrumentos de mortífera apariencia, cuya existencia y manejo solo unos pocos hombres conocen.

Bañada por la tenue franja de luz crepuscular, se yergue una poderosa figura sedente, ataviada con un negro kimono de seda. El hombre medita arrodillado en la posición del loto ante un bello ejemplar de katana envainada ante él. El rico atuendo apenas logra ocultar la potente musculatura de su pecho, ni los anchos hombros o el poderoso cuello de toro, que culmina en un cráneo casi rasurado de pelo negro hirsuto.

La suave luz se posa en sus párpados cerrados, dibujando un rostro sereno y anguloso netamente oriental, de rasgos duros y poderoso mentón con un tono de piel broncíneo, notablemente oscuro para un japonés.

Sin alterar un ápice la quietud casi palpable en la habitación, cuatro sombras emergen lentamente de la oscuridad del fondo de la sala para tomar forma humana. Moviéndose con la precisión de una araña sobre su tela, rodean sigilosamente al meditador, sumergiéndose en las sombras de la estancia en penumbra, gracias a sus vestimentas, negras y holgadas, de un tejido que no refleja la luz.

Sus movimientos son prestos y precisos, como en una coreografía largamente estudiada; Sus cabezas están cubiertas por una capucha igualmente negra, con una fina apertura horizontal para los ojos. Incluso la piel que rodea sus párpados rasgados está embadurnada de fino polvo de hollín para ocultarla mejor, haciendo de la oscuridad una aliada silenciosa y mortal.

A un gesto de uno de ellos, cuatro katanas surgen en silencio de sus vainas aceitadas, enarbolándolas sobre sus cabezas, prestas para el ataque. Durante unos segundos nada parece moverse. Y la figura sentada permanece inmóvil, como un siniestro Buda rodeado por cuatro estatuas de ébano, aparentemente inconsciente del peligro que le acecha.

Súbitamente, a una señal silenciosa de una de las sombras, los cuatro ninja se abalanzan sobre su víctima como un solo hombre.

Todo ocurre en dramáticas fracciones de segundo;

En un solo movimiento, fluido y tan rápido que apenas se ve, el samurái aferra la katana envainada, bloqueando con ella el mandoble mortal de uno de los ninja. Mientras, su pierna derecha se dirige como un rayo contra la rodilla de su atacante, que se rompe con un sonoro chasquido, al tiempo que su puño quiebra el cuello de su agresor, que cae fulminado sobre el suelo de madera.

De un solo salto se pone en pie, esquivando un mandoble horizontal de otro de los guerreros, y contraataca con un certero golpe del extremo inferior de su katana envainada contra la garganta del infortunado, que se desploma con la laringe destrozada, ahogándose entre roncos gorgoteos agónicos.


Con movimientos tan raudos que parecen borrosos, la funda de madera de su espada bloquea los potentes golpes de los otros dos asesinos, que se emplean a fondo, alertados y furiosos ante el fracaso de sus dos compañeros. Con una fulgurante patada, el agredido golpea el plexo solar del ninja y sus costillas se astillan como mondadientes, aplastando entre ellas sus órganos internos. El sicario, sorprendido e incrédulo ante su propia muerte, cae al suelo como una marioneta rota.

El cuarto de ellos logra acertar su objetivo, con un preciso tajo sobre el brazo derecho del samurai, que corta limpiamente su kimono negro, desgarrando la piel. La sangre salpica su rostro de bronce sin alterar un ápice su expresión. El único ninja superviviente, enarbola de nuevo su espada, descargando un descomunal mandoble contra la cabeza de su enemigo, que lo desvía con el mango de su espada, dirigiéndolo contra el suelo de madera donde la katana se clava, quedando inutilizada.

El ninja abandona su arma, y de un impresionante salto, se coloca a la espalda de su víctima, volando sobre él, al tiempo que extrae tres estrellas metálicas afiladas de entre los pliegues de su manga, arrojándolas contra su blanco, aún de espaldas. Éste, con un rápido giro, se vuelve y bloquea con su arma envainada los tres shuriken, que se clavan en la funda de su espada, como tres insectos mortíferos.

El asesino, atónito ante su impotencia, y viéndose ampliamente superado, intenta huir en un desesperado intento de salvar la vida, a través de uno de los biombos translúcidos; pero su agresor se retrae en un movimiento similar al de un lanzador de jabalina, y arroja su katana enfundada con tan certera precisión, que rompe la columna vertebral del fugitivo con un crujido de leño seco.

Y de nuevo reina el silencio.

La batalla ha terminado en tan solo unos segundos. Los cuatro guerreros yacen inertes, sobre el tatami de madera, sin que se observe a su alrededor resto alguno de sangre que evidencie la terrible lucha que ha tenido lugar. Los cuatro han muerto limpiamente. La enorme figura de negro recoge su arma y vuelve a arrodillarse en la posición del loto, depositando ante sí la formidable katana que en ningún momento ha desenvainado en todo el combate.

Y, por primera vez... abre los ojos.

Es Katsuo.

Cuentan que su nacimiento fue fruto de un cruce impío entre una despechada mujer humana y un siniestro demonio Shura. Que su pecho desnudo ha devorado cientos de balas mortales destinadas a su amo, con una voracidad surgida del mismo infierno. Que su sola mirada bastaría para matar a un hombre o ver sus pensamientos más ocultos. 


Katsuo.

La larga y despiadada sombra de Kenshiro Nakashima y el verdadero artífice de su poder. Nadie sabe el origen ni el alcance de sus mortíferas artes; Han sido tantos los hombres que han hallado la muerte entre sus manos y tantos los que han intentado en vano aniquilarle, que nadie, ni el mismo Oyabún, el hombre a cuyo servicio ha consagrado su vida, conoce la auténtica extensión de su inexplicable poder. Ni tampoco las razones que le han llevado a permanecer fiel a su causa a lo largo de los años.
Real o no, su quimera portuaria se forjó en la eliminación sistemática de cuanto insensato cometió el fatal error de cruzarse en su camino.

Como Dallas Parker.

El mero recuerdo de su nombre en su mente, es bastante para turbar su meditación. Dallas Parker. El reptil que ha engatusado a su señor con sus despreciables argucias de occidental insolente y corrupto. Aquel que pretende ocupar su lugar en el mando, y cuya sola presencia ensucia el nombre de los Nakashima.

Pero sobre todo, el hombre que ha osado desafiarle. Desgraciadamente, también el mismo que tan necesario resulta a ojos de su amo, a quien debe toda su lealtad. Pero todo mortal tiene su karma. Y Katsuo sabe bien que el destino del americano está movido por los arcanos y oscuros hilos que solo los dioses manejan. 
Hilos que pueden ser cortados por el mortal filo de su espada en el momento adecuado.

Hasta ese preciso instante, el enigmático Katsuo esperará.
 

3 comentarios:

  1. Y, por primera vez... abre los ojos.
    Dios!! es la mejor descripción de Katsuo que se podría dar, me encanta este capítulo.

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    1. ...Me alegra que hayas disfrutado del capítulo; En realidad, Katsuo fue uno de los personajes que más divertidos me resultaron de escribir. De todos los que pueblan la saga es el que más debe al comic y la animación japoneses..

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