lunes, 25 de marzo de 2013


CAPITULO 20: “Salto al vacío


Dallas Parker estaba aquella noche algo más inquieto que de costumbre. Se había duchado y rasurado a conciencia, y había aplicado algunas gotas de Cristian Dior sobre su loción habitual de afeitar. Consultó de nuevo su reloj; aún eran las ocho y media.
Se puso una gabardina gris sobre el traje oscuro que había comprado el día antes expresamente para la ocasión, en una de las boutiques más exclusivas de Omotesandori. Tomó las llaves del coche y bajó en el ascensor de servicio hasta el aparcamiento de la Torre Nakashima donde
le aguardaba su Cadillac, pero, ya sentado y a punto de arrancar el vehículo, en el último instante cambió de idea, y salió por una de las puertas laterales del parking, para dirigirse a paso ligero, hacia la boca de Metro más próxima; Ni siquiera se percató de que había olvidado las llaves en el contacto.
Un viento gélido procedente de Asia, enfriaba la atmósfera, y la multitud entraba ordenadamente en la boca del Metro, como un enorme maelstromque lo engullese todo. El Metropolitano de Tokio parecía bajar hasta el mismo centro de la tierra. Las escaleras mecánicas descendían con celeridad, trasladando de dentro afuera, o de fuera adentro, un inacabable desfile de hombres y mujeres trajeados o con gabardinas, entre muros interminables de azulejos blancos, con los anuncios más peregrinos.
En Japón, vestir de forma excéntrica era tradicionalmente, un concepto colmado de sospechas; allí donde todo el mundo se esforzaba en ser parte de la masa, casi todos elegían los mismos colores para ir al trabajo: Negros, grises, blancos, crema. Dallas sabía que su gabardina era allí el camuflaje perfecto. Escogió un andén al azar y consiguió entrar, no sin dificultad, en uno de los vagones.

Penetrar en uno de ellos en hora punta, era una experiencia claustrofóbica comparable solo a introducirse en una granja de hormigas. Funcionarios con traje y gorra gris, empujaban sin aparentes miramientos a la multitud indolente, al interior de las abarrotadas latas de sardinas, para poder cerrar las puertas, haciendo posteriormente una reverencia, cuando el tren salía.
El metro era una apuesta segura.
Cuando nada ajeno lo impedía, el metro de Tokio era uno de los más puntuales del mundo. En los últimos veinte años el retraso medio de las líneas metropolitanas no llegaba a veinte segundos; No obstante, últimamente los suicidas parecían haber escogido la línea Chuo como su lugar predilecto para acabar con sus miserias. Al parecer, esa línea era ideal para saltar a las vías, debido en parte a la altísima celeridad que el tren alcanzaba, y al hecho de que al ser una compañía estatal, la sanción económica sería menor para la familia del infortunado. Un último adiós barato y limpio excepto si trabajas en el servicio de limpieza, claro. Afortunadamente, aquella vez los saltadores debieron pensar que era su noche de suerte.
El americano, con gesto automático, se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Sentada frente a él en el vagón, una pequeña niña con mascarilla blanca, le examinaba con curiosidad con sus negros ojos rasgados. A su lado, su madre dormía plácidamente con la cabeza apoyada en la pared. No era la única. Por todas partes se veía a gente sentada dando cabezadas, sin temor alguno a que nadie les robara la cartera. Cuando se apeó del tren, la pequeña niña aún le observaba desde el interior.
Dallas cambió varias veces de vagón y de andén, bajando o subiendo siempre en el último momento. Lo había visto hacer en las películas, y aquella noche necesitaba asegurarse al cien por cien, de que ninguno de los gorilas de Kenshiro le andaba siguiendo.
El Oyabún y sus guardaespaldas se hallaban lejos de la ciudad en aquellos días, ocupándose de la inauguración de uno de sus megahoteles en el norte de la isla. Resultaba quizá un poco exagerado todo aquel juego de despistes a un supuesto perseguidor, pero aquella noche no podía permitirse no ser paranoico.
Finalmente, volvió a respirar el aire relativamente puro de la superficie, y dejó atrás el ordenado barullo del Metropolitano, para coger un taxi vacío.
Dallas seguía agitado. Miraba a veces furtivamente por el retrovisor solo para asegurarse. Pero no era la posibilidad de que lo espiaran lo que hizo temblar su pulso cuando encendió un cigarrillo pese al cartel de no fumar, ni era tampoco la razón de que consultase constantemente su reloj.
La verdadera razón de todo aquello estaba en el bolsillo izquierdo de su americana. Metió la mano y extrajo una pequeña tarjeta de visita color crema, con una pequeña rosa solitaria impresa en oro. Recordó como la halló, sorprendido, en su bolsillo durante el vuelo de regreso a Tokio, en el helicóptero de Kenshiro hacía casi dos meses.
Un nombre podía leerse, escrito en letras de molde junto a la rosa: Hiyori Nakashima. En el reverso de la tarjeta, garabateado a toda prisa con una inconfundible letra de mujer, estaba anotada su dirección privada de correo electrónico. Era una dirección protegida con clave incluida. Fue entonces cuando recordó que había sido ella en persona quien tomó su chaqueta y la de su marido, momentos antes del almuerzo, en el jardín de su casa en las afueras.
Y no podía olvidar el modo en que ella le había mirado durante aquella comida. Solo fue un instante. Pero pasara lo que pasara esta noche, Dallas se llevaría aquella mirada a la tumba. Había pasado todo ese tiempo consumido por la incertidumbre y el deseo, esperando el momento oportuno para atreverse a dar el primer paso. Cuando días atrás reunió el valor para acceder a la dirección que indicaba la tarjeta, a través de la terminal de un nuevo ordenador comprado al efecto, Hiyori no estaba conectada. Fue por ello que dejó un mensaje, proponiendo una cena privada en un discreto restaurante del barrio portuario de Tsukiji, junto al río Sumida.
Un lugar poco concurrido, en el que había alquilado hacía días un reservado para dos personas. Pero tal vez, la verdadera razón para dejar un mensaje en lugar de chatear, era que no se sentía con fuerzas para afrontar una negativa.
 El taxi estaba parado en un inmenso atasco en los alrededores del palacio imperial. Alrededor del interminable muro que lo rodeaba, podían verse ciclistas y corredores haciendo footing, todos con la imprescindible mascarilla en la cara. La alergia  afectaba a millones de nipones; el Kafunsho, unido a la contaminación, hacía que en determinadas épocas del año, más de la mitad de los viandantes las llevaran, dando un nuevo significado al concepto de multitud anónima.
Dallas volvió a repasarlo todo en su  cabeza. Había eliminado toda posibilidad de que alguien le siguiera con el juego del metro y los taxis. En el caso poco probable de que ella se decidiera a acudir a la cita y alguien del clan la siguiese, la verían entrar sola en el restaurante, pues él ya estaría en el interior desde una hora antes. Ambos saldrían por separado, por lo que no levantarían sospechas. Además, había elegido un restaurante situado en una calle peatonal desde la que podría comprobar fácilmente si había alguien esperándoles.
Se repitió este razonamiento una y otra vez pero no sirvió de nada. Sabía muy bien que aquella cita era una locura para ambos. Estaba a punto de correr el mayor riesgo de su vida, y tal vez el más estúpido.
Ordenó al taxista parar una manzana antes, y recorrió andando el resto del camino envuelto en su gabardina. La noche era fría, y la humedad del puerto se dejaba notar. Se asomó despacio a la esquina que daba a la puerta trasera del restaurante. En el desierto callejón, solo había varios gatos peleándose, y un gran contenedor de basura rebosante de restos de pescado. Aguantando penosamente la respiración, abrió la puerta y, con una generosa propina convenció al camarero que intentó detenerle, de que le dejase acceder al restaurante a través de las cocinas.
Sea cual fuere el color de tu piel o la cultura en la que te encuentres, el dinero funciona igual en todas partes. El mesero le abrió la puerta con una amable sonrisa exenta de preguntas, conduciéndole a través de una bulliciosa cocina llena de humo por ser demasiado pequeña, con ventiladores ennegrecidos en el techo, hasta llegar al gran vestíbulo del restaurante. 
El “Maneki-Neko” era el destino ideal para turistas occidentales que hubiesen visto demasiados filmes de Tarantino en la televisión por cable. La entrada, de madera color caoba con una recargada decoración en tonos dorados, estaba presidida por la enorme figura de bronce de un gato con la pata derecha extendida, signo de prosperidad para el negocio. En el piso inferior se hallaba el comedor principal, atestado de japoneses trajeados que conversaban animadamente sentados en cuclillas. La empleada, ataviada con un kimono azul con el anagrama del restaurante, no pudo reprimir un gesto de sorpresa al comprobar en su libreta que el caballero que había alquilado un reservado para dos personas a nombre de Taro Iwasaki, era el caballero occidental impecablemente vestido que estaba ante ella. La muchacha se inclinó sonriente, recibió la gabardina del gaijin, y le condujo hasta un japonés de smoking, joven y bastante rollizo, que se le acercó exhibiendo una impecable sonrisa “Irashaimase" -exclamó- para efectuar una reverencia a continuación; El americano se dirigió a él en su propio idioma:
-         “Konban-wa, watakushiwa Taro Iwasaki”; Buenas noches me llamo Taro Iwasaki, y tengo reservado un salón privado.
-         Ah, Mister Iwasaki, -le respondió en un perfecto inglés henchido de obsequiosa cordialidad- ...Todo está dispuesto para su cena privada, tal como nos indicó en su reserva. ¿Quiere acompañarme por aquí, por favor? Por estas escaleras. Estamos convencidos de que el reservado que les hemos dispuesto será por completo de su agrado.
Dallas siguió de cerca al japonés a través de un estrecho pasillo; El encargado se giraba sonriente a cada paso, mientras le conducía hasta el reservado, como si temiera que fuera a perderse si le perdía de vista siquiera por un segundo.
-         Es aquí; la primera puerta a la derecha. ¿Podría usted descalzarse antes de entrar por favor? “Domo arigato”.
El americano se apoyó en la endeble jamba de la puerta corredera, alzó el pie hacia atrás y se quitó el zapato; tras descalzarse y dejar sus Martinellia buen recaudo, abrió una puerta de madera delicadamente tallada con motivos florales, y entró en un salón decorado en rosa claro, igualmente adornado con finos y estilizados nenúfares.
-         Nuestro salón Emperador, Mister Iwasaki.
Pese a estar saturado de un intenso aroma a ambientador barato, el salón era una pequeña y acogedora habitación alargada, de paredes empapeladas con motivos estampados, matizados por el reflejo rojizo de los tatamis del piso. Un tono que daba un ambiente cálido a la sin embargo, fría habitación.
Justo en el centro de la misma, una mesita baja y rectangular de color negro, se hallaba rodeada por dos respaldos de madera provistos de escuetos almohadones. Bajo ella, se abría un pequeño hueco poco profundo, para acomodar los pies de los comensales. En la esquina izquierda había dispuesto un pequeño armarito y sobre él un calefactor de aire apagado. La pared opuesta era de shoji.
-         ...Es un rincón muy acogedor para dos -dijo señalando la habitación con un amplio gesto, como un guía turístico que mostrara la Capilla Sixtina- ...Y muy íntimo para una joven pareja, además. -agregó con un guiño el mofletudo camarero-
-         ¿...Qué hay tras de ese biombo; más habitaciones? - preguntó Dallas señalando las mamparas con el pulgar.
-         Otro salón privado Mister Iwasaki.
-         ¿...Piensan utilizarlo esta noche?
-         ...Bien, verá... no está reservado aún... -contestó- apresurándose a añadir: “pero...bueno, es posible que alguien lo reserve”.
-         En tal caso lo haré yo ahora, si me lo permite.-contestó añadiendo a su sonrisa un pequeño fajo de billetes-
...Es posible que mi acompañante aún se retrase. Si no le importa esperaré aquí su llegada. Tomaría un Jack Daniels con hielo.
-         Enseguida Mister Iwasaki.
Una hora más tarde, Dallas seguía sentado en aquella claustrofóbica habitación, a solas con el monótono sonido del calefactor de aire. “...Si tan solo pudiera fumar un maldito pitillo estaría en paz con todos estos enanos amarillos para siempre”-pensó- pero en aquellas viejas casas de madera no se podía fumar.
El primer whisky se convirtió en el segundo y ya iba por el tercero. “...Suerte que el alcohol no me afecta demasiado”. Tal vez fuera por eso que no conseguía ahogar en él, la ansiedad que hacía temblar sus manos. No recordaba haberlas visto bailar así desde la víspera de su primer juicio oral en Detroit. Sacó un pañuelo del bolsillo y se seco las manos y el rostro. El calefactor había caldeado rápido la habitación, pero no era lo que le hacía sudar. “...Esto es una locura. He sido un estúpido al venir y sobre todo, al traerla aquí. Nos he puesto en peligro a ambos.” Llevaba casi una hora sentado en cuclillas, y empezaba a tener calambres. Se levantó y camino un poco por el tatami de paja trenzada con sus calcetines negros. Su cabeza no dejaba de dar vueltas. “...Deberá estar loca si aparece. Habrá de estarlo si le basta un simple mensaje con una dirección y mi nombre en su correo electrónico para correr a encontrarse con alguien como yo. ¿Que podría ver ella en mi?”.
Se acercó a la negra mesa de madera lacada para coger su bebida y al hacerlo, vio reflejada en la pulida superficie una oscura versión de sí mismo. “¿A quién pretendo engañar? Tampoco yo hubiera venido si fuera ella.”
Saco del bolsillo la tarjeta de Hiyori, y trató de esbozar algo parecido a una sonrisa cínica ante un público invisible. Acaso si pretendía que no le importaba, tal vez no le afectara tanto.

Apoyó las manos en el suelo para levantarse, haciendo crujir el respaldo 

de madera del endeble asiento. Puede que el alcohol sí le hubiera 

afectado algo, después de todo. Comprobó en su reloj que habían pasado 

dos horas, y recogió su chaqueta del suelo, para dirigirse a algún bar 

americano, donde terminar de emborracharse en su propio idioma. Estaba 

a punto de incorporarse, cuando de pronto, oyó un ruido, y todo su cuerpo

se tensó instintivamente. La puerta de shojise deslizó con un susurro 

dejando entrever una familiar sombra tras ella.

 

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